El miedo, a menudo, nos salva. Nos advierte, sin juzgar qué nos sentimos capaces de resistir (de hecho, lo respeta) o qué riesgo tenemos delante, y prepara nuestros cuerpos y nuestras mentes, si es necesario, para que lo enfrentemos (la emoción es más difícil de preparar, calibrar y curar). El miedo, además, es saludable y estimula redes neuronales que nos mantienen alerta y velan por nuestra seguridad. Pero hay algo que no tenemos suficientemente en cuenta y muchos de nosotros ni siquiera sabemos, y es que nuestros cerebros no saben distinguir el miedo que tenemos de la realidad, de la realidad virtual o de un sueño; ni tampoco pueden medir el riesgo de un estímulo real, virtual, fuertemente imaginado (por ejemplo, bajo los efectos de alguna droga) o soñado. A todo reaccionan de la misma manera y con la misma intensidad.
La sensación de miedo, por lo tanto, no es anormal ni es un signo de debilidad. De hecho, la falta de miedo sí que lo sería. El miedo es una experiencia intrínsecamente desagradable que hemos tenido y volveremos a tener todos los habitantes de este planeta. A veces nos avergüenza y en situaciones extremas nos saca una fuerza de dentro que no sabíamos que teníamos. Sin embargo, el miedo crónico en el que vivimos consumidos por las noticias alarmantes en todo momento y el intento de suplirlo comprando satisfacción y seguridad inmediatas, aunque nos podría parecer un miedo de baja intensidad, puede afectarnos tanto como una situación de violencia extrema. Y dejarnos secuelas a las que nos acostumbramos y acabamos encontrando 'lógicas con los tiempos que corren', necesarias para combatir al fascismo que se impone o sumisas, sumisos, mientras hacen negocio, ahora sí, con nuestra salud. Y este es un miedo terrible.
Escuchar la cantidad de vacunas que existen, la cantidad de dinero que valen y la cantidad que fallos que se cometen al comprarlas, distribuirlas, entregarlas e inyectarlas, a ratos, parece más terrible que la pandemia en sí misma. Porque la incompetencia sí debería darnos miedo. Y como todos nuestros miedos, deberíamos ser capaces de aislarlo, entenderlo, no permitir que guíe nuestra rabia y nuestra desesperación y asumirlo. Asumirlo como algo incorporado con lo que debemos aprender a convivir, que nos sirva de termómetro, que nos ayude. No como esta losa que tantas veces al día parece que está a punto de aplastarnos. Bendito miedo, que podemos entender y utilizar sin perder la perspectiva y con calma. Respiremos.