En ‘El desierto blanco’ (Anagrama), el escritor Luis López Carrasco escribe que “¿Quién era el destinatario del regalo en que se había convertido nuestra ciudad? Esperábamos ser nosotros porque, ¿quién podría vivir dentro de un regalo que no es para uno?”. Algunas ciudades parecen camino de convertirse en esas resplandecientes cajas de regalo doradas, coronadas por espléndidos lazos rojos, que adornan los árboles de los centros comerciales en Navidad. Dentro de ellas, sin embargo, no hay nada, salvo papel cartón.
El domingo conocimos que el alcalde de Sevilla, José Luis Sanz, propone cerrar y perimetrar la plaza de España, uno de los principales reclamos turísticos de la ciudad, cobrando entrada a turistas y visitantes. Monetizar el turismo no es nada nuevo, sucede vía tasa turística en muchos lugares, pero esta propuesta llama más la atención al tratarse de una plaza, un lugar concebido históricamente como un foro público y como punto espontáneo de reunión y encuentro.
El ejemplo más claro de esta nueva modalidad de ciudades de pago es Venecia, transformada ya en una suerte de decorado para turistas boquiabiertos, una línea de guion del ‘El show de Truman’, un parque temático instagrameable, una postal plegable de sí misma. En Madrid también experimentas una sensación similar en algunas zonas, aunque no exista ningún peaje turístico. La Plaza del Callao, por ejemplo, lleva meses convertida en un soporte publicitario descomunal para plataformas de streaming o marcas. Hace unas semanas apareció por ahí la versión folclórica de Godzilla, una muñeca flamenca de ocho metros de altura y doce metros de ancho, teaser de una campaña de Cruzcampo. O unos meses antes, atravesar la plaza suponía sortear coches abandonados y vegetación falsa por la promoción de la serie ‘The Last of us’. Mañana, quién sabe, igual aparece un medidor de maletas de quince metros de altura, como reclamo publicitario de Ryanair. Callao ya se parece al regalo sorpresa de un huevo Kinder. Un proceso estratégicamente diseñado para que parezca benigno, inofensivo e incluso intrascendente, aunque no lo sea.
Pero no solo son las plazas. En muchas aceras el espacio público ha sido ganado, si no arrebatado, por las terrazas de los bares. Si quieres sentarte, consume. Así de sencillo. Pero cuidado si vas a consumir solo. En algunas terrazas de la calle Blai o del Eixample de Barcelona incluso rechazan a clientes únicos en sus mesas. A más clientes sentados, más caja.
El sociólogo Richard Sennett denomina a los espacios públicos “privados” o parcialmente privatizados como “espacios públicos muertos” porque, dice, “en ellos se ha eliminado la esencia de la convivencia, la espontaneidad, el encuentro y esa pequeña pizca de caos”. El profesor de la Universidad de Lovaina y Oxford, Philippe Van Parijs, envió hace unos años una carta a varios medios de comunicación pidiendo “una rehabilitación drástica de los espacios públicos de nuestras ciudades, algo fundamental para que podamos contarles a nuestros hijos, a nuestros nietos: ”Os veréis obligados a consumir menos que nosotros y, sin embargo, tendréis una vida mejor que la nuestra“, decía. Su carta provocó una acción colectiva en Bruselas. Parte de la ciudad salió a la calle en el año 2014 a realizar un picnic gigante sobre la calzada reclamando más espacio público.
Claro que hay grises entre la creencia de que toda privatización o semi privatización es mala y la de que toda propiedad pública es buena. Algunas tasas pueden ayudar a la preservación y conservación de algunos lugares. Pero el espacio público debería ser un tema fundamental en el debate político municipal y no lo está siendo. El espacio público debería ser un derecho, no un privilegio. A menos que la intención sea que uno se termine pidiendo un café con tasa extra por consumir solo en una terraza de la Calle Toledo Sony Xperia.