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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Nada es blanco o negro en Venezuela

Diarios muy católicos, tertulianos de orden y políticos de misa de doce aplauden el levantamiento de barricadas incendiarias y justifican atentados contra la policía. Históricos comunistas y no tan históricos izquierdistas defienden a las fuerzas de orden público que aporrean ciudadanos, llaman terroristas a los manifestantes y se indignan por la magnitud de las protestas callejeras. Quizás algún día se estudie en nuestras universidades el kafkiano efecto que la crisis política venezolana está generando… en España.

¿Es Maduro un dictador, o un presidente democrático amenazado por los grandes poderes fácticos? ¿Es la oposición un grupo de conspiradores golpistas pagados por el Capital o una legión de desprendidos héroes dispuestos a inmolarse por su amado pueblo? ¿Son terroristas los manifestantes que paralizan, cada día, las calles de Caracas o son ciudadanos hartos de la represión y la miseria? ¿Están las naciones extranjeras que se oponen a Maduro movidas por el amor a la libertad o, más bien, les empujan intereses económicos?

Es obvio que, como suele ocurrir en cualquier conflicto nacional o internacional, las grandes preguntas no pueden responderse sin entrar en una serie de matices. En Venezuela, especialmente, apenas hay blancos o negros, todo está lleno de tonos grises de distinta intensidad. Quizás por eso sorprenden los juicios tan categóricos, tan radicales que se emiten en nuestro país y que no dejan resquicios para la duda, el debate o los matices.

Antes por tanto de entrar en el fondo de la crisis venezolana, conviene preguntarse por qué este tema suscita tanto interés y tanto hooliganismo entre nuestros políticos y periodistas. No dudo de que en algunos casos prima la normal preocupación que genera la situación de violencia y de involución democrática que se está registrando en ese país. Sin embargo, esa explicación por sí sola no sirve para la mayoría de quienes claman, desde los atriles y los medios, contra “el dictador Maduro”. Estos lo hacen, principalmente, por intereses puramente económicos y, ya de paso, porque creen que les viene bien para atacar a un adversario político llamado Podemos. Si no fuera así, si la libertad fuera verdaderamente su bandera, no se irían corriendo a vender nuestro AVE a Arabia Saudí, o a hacer negocios en Guinea Ecuatorial, o a incrementar nuestras relaciones comerciales con China… por citar tres ejemplos. ¿Solo nos importa la libertad de Venezuela? O más bien ¿solo nos importa la libertad si el tirano de turno es incómodo para nuestras aspiraciones económicas?

Pruebas para pensar mal las tenemos cada día. Nuestro Rey y nuestro Gobierno agasajan a los príncipes saudíes para sacar tajada y no tienen reparos en callar ostentosamente ante las violaciones de los derechos humanos que se perpetran, cada día, en esa dictadura; da igual que las mujeres saudíes no puedan ni siquiera conducir, que exista el esclavismo, que se decapite en las plazas públicas o que su Ejército esté masacrando a la población de Yemen. Y qué decir de esos prohombres del socialismo que como José Bono negocian pingües contratos con el dictador Obiang sin importarle un pimiento que el siniestro personaje lleve casi cuarenta años tiranizando a su pueblo. ¿Y Felipe González?, ese antiguo socialista que se ha convertido en el martillo inquisidor contra el líder venezolano. ¿Qué quiere nuestro expresidente que pensemos cuando le oímos decir barbaridades tales como que Pinochet respetaba más los derechos humanos que Maduro… y cuando no le oímos levantar un mísero susurro para denunciar regímenes como el saudí, el guineano o el chino. ¿Somos podemitas por pensar que su obcecación personal, casi enfermiza, en Venezuela y solo en Venezuela debe obedecer a intereses que poco tienen que ver con la salvaguarda de la democracia?

En la orilla contraria son cada vez menos las voces en Podemos que respaldan incondicionalmente a Maduro. Después de unos años de cierre de filas con el régimen bolivariano, ha llegado a la coalición morada, afortunadamente, el tiempo de los matices. Aún así sigue habiendo un número nada desdeñable de políticos, periodistas y ciudadanos de izquierdas que apoyan, casi fanáticamente, al Presidente venezolano. La mayoría de los ejemplos que he dado antes, utilizados a la inversa, servirían para poner en evidencia sus discursos. ¿Nos parece despreciable que se disparen pelotas de goma en las manifestaciones contra el G-20, pero lo justificamos en Caracas? ¿Somos los estandartes de la libertad y de la denuncia de cualquier ataque a los derechos fundamentales… salvo que los excesos los cometa “uno de los nuestros”?

Intentando ser objetivo, aunque consciente de que no lo lograré y, sobre todo, de que no contentaré a nadie, resumiré brevísimamente cómo veo la situación actual. Nicolás Maduro no es un dictador, pero los pasos que está dando nos hacen pensar que puede acabar siéndolo muy pronto. Digan lo que digan sus detractores, es un presidente democrático puesto que fue elegido en unas elecciones libres que fueron avaladas por la mayor parte de los observadores internacionales (entre ellos había políticos españoles, incluidos miembros del PP). Es también cierto que, desde el principio, tuvo que lidiar con una oposición y una comunidad internacional que trataron de deslegitimarle y de desestabilizarle. Sin embargo la pérdida de buena parte del apoyo popular que ha ido sufriendo, obedece al dramático deterioro de la economía, fruto del bajo precio del petróleo y también de su nefasta gestión financiera. Fue por ello, principalmente, por lo que Maduro perdió estrepitosamente las elecciones de 2015 que permitieron a la oposición controlar la Asamblea Nacional con una apabullante mayoría.

Desde entonces lo que ha habido en Venezuela es un choque de trenes entre dos legitimidades paralelas: Presidencia frente a Parlamento. No seré yo el que diga quién ha retorcido más la ley para intentar restar poder al contrario. Dejémoslo en que ambos lo han hecho de forma torticera. No obstante, es un hecho que las últimas elecciones, celebradas con garantías, las ganó holgadamente la oposición y ello le confiere una legitimidad que no tiene un Maduro hundido también en las encuestas.

Venezuela debe encontrar una salida del angosto callejón en el que se encuentra. Para buscarla se puede optar, como hace su Presidente, por encarcelar opositores, reprimir violentamente a los manifestantes, amenazar a fiscales, jueces y periodistas y, finalmente, hasta disolver el Parlamento; o bien, como hace la oposición, se puede atentar contra policías, sumir el país en el caos, disparar desde un helicóptero contra el Tribunal Supremo y hasta derribar por la fuerza al inquilino del Palacio de Miraflores. Cualquiera de los dos desenlaces sería dramático y, muy probablemente, iría acompañado de un baño de sangre. Hay una tercera vía (yo no encuentro una cuarta) que pasa por dar la voz al pueblo. Unas elecciones con todas las garantías y supervisadas por observadores internacionales se presentan como la única salida incruenta. No es una tarea fácil, pero la comunidad internacional debería ponerse ya manos a la obra. Espero que lo hagan sin dejarse contagiar por el hooliganismo español y consigan que sean las urnas y no las armas las que marquen el futuro de Venezuela.