Bluesky: ¿una oportunidad para reconstruir el ágora digital?
A las pocas horas de crearme una cuenta en Bluesky hice el experimento del que todo el mundo hablaba. Escribí el mismo mensaje en las dos redes sociales, X y Bluesky, y comparé la respuesta en ambos. El resultado fue sorprendente. En Twitter el mensaje recibió 397 interacciones positivas frente a 718 en Bluesky. No obstante, si tenemos presente que en Twitter tengo más de un millón de seguidores, frente a los diez mil de Bluesky, la diferencia se agranda espectacularmente (0,361 por cada mil seguidores en Twitter frente a 72 cada mil en el caso de Bluesky).
Mi caso solo confirmaba algo que ya muchos usuarios habían experimentado antes, en mayor o menor escala. Y ello sugiere que el algoritmo de X funciona de tal manera que produce la invisibilización relativa de ciertas cuentas. No sabemos si se trata de algo premeditado contra ciertos grupos -por ejemplo, los de izquierdas- o si sencillamente el algoritmo premia otro tipo de mensajes. Pero hay algo perverso en todo esto, y aunque no sepamos con precisión qué es, no hay duda de que lo estamos percibiendo y experimentando.
Los algoritmos en las redes sociales funcionan como filtros de información, lo cual concede un poder enorme a quien lo diseña. Uno de los efectos evidentes es que distorsiona la forma en la que vemos el mundo. Me recuerda a esas visitas guiadas que existen en las ciudades turísticas; cuando te montas en un autobús y recorres de manera pasiva los lugares que otros han seleccionado. Cuando desciendes del vehículo te llevas contigo una determinada imagen de la ciudad, aunque no sea del todo fiel -probablemente, por ejemplo, no habrás visto las zonas menos sexy de la ciudad-. Al menos, podríamos decir, conocemos los sesgos del servicio y sabemos a lo que nos atenemos. No ocurre lo mismo en redes sociales, donde en general estamos profundamente indefensos.
La mayoría de los usuarios de las redes sociales no sabe que cuando entra en Facebook, Instagram o X, va a encontrarse una selección de información que un robot ha realizado siguiendo los criterios de la empresa. Y la empresa sólo buscará, por lo general, maximizar beneficios. Para eso, naturalmente, secuestrará tu atención tanto como pueda. La cosa es que te enganches, dopamina mediante, a ese scroll infinito que te muestra sin cesar vídeos, imágenes e información general que te mantiene atento. Esa selección provoca que en vez de ver los mensajes de tus familiares contando su vida cotidiana, o las reflexiones pausadas de un filósofo o científico, te coloquen otro tipo de información que puede ser violenta, comercial, tensa, excitante y, sobre todo, nunca inocente.
Todo esto ya lo sabíamos. Lo que quizás estamos descubriendo ahora es hasta qué punto el algoritmo obedece a un interés político específico. Un multimillonario que de facto se ha presentado a las elecciones presidenciales de Estados Unidos es el excéntrico propietario de un sistema digital que ayuda a conformar la opinión pública y el estatus anímico de decenas de millones de personas en todo el mundo.
Es como si, al subirte a ese autobús turístico, resultara que el conductor es un desquiciado con capacidad para decidir qué no puedes ver y qué sí vas a ver incluso aunque no quieras. No te dejará ver que la ciudad, en realidad, puede ser hermosa; no te enseñará los museos, ni las cooperativas ni los parques, ni nada que te haga pensar en un futuro agradable para la humanidad. Pero lo que sí te mostrará, si acaso poniéndote pinzas en los párpados para que no puedas esquivar la mirada, es la violencia, el miedo y el caos; imágenes, por otra parte, que quedarán grabadas en tu retina y en tu cerebro y que te asustarán y bloquearán. Verás solamente lo que él quiere que veas mientras llena su cartera con billetes manchados de odio. Pero peor será que lo que te enseña ni siquiera es verdad. En muchos casos son sólo trucos. Y con ellos te hará creer, por ejemplo, que aquel asesinato de una joven puede ocurrir en tu barrio, y que tu casa puede ser ocupada al menor despiste por inmigrantes, y que la gente cambia de género como el que cambia de colonia. Te quiere con miedo y paralizado, y ese es el servicio que te ofrece. ¿No sería acaso lo más recomendable, por nuestra salud y la de nuestros conciudadanos, bajarse inmediatamente de ese terrorífico vehículo?
Los antiguos griegos consideraban muy importante que todo el ‘demos’ tuviera igual acceso a la palabra -aunque nunca está de más recordar que ellos excluían a mujeres y esclavos-. Lo llamaban isegoria, y en ocasiones se simbolizaba con el hecho de que el portador de la palabra en una asamblea tuviera sobre su cabeza una corona. En realidad, en las sociedades modernas nunca hemos tenido equidad en el acceso a la palabra, cosa que los grandes medios de comunicación llevan años recordándonos con su propia existencia. Sin embargo, la novedad aquí es que el multimillonario está otorgando las coronas a lo peorcito de la sociedad: ya sólo oímos los gritos de los tarados mientras la sensatez del resto queda ahogada en silencio.
El mensaje de mi experimento también recibió unas 40 respuestas en Bluesky, la mayoría informativas y amables. En X las respuestas fueron más de 220, pero todas sin excepción fueron insultos y desprecios. Una inmensa red de acoso organizado frente a la que poco se puede hacer, pues el multimillonario retiró las herramientas para combatir tales fenómenos, y que impide cualquier diálogo fructífero. Un lugar de donde sólo puedes salir con más ansiedad y depresión.
No sabemos cómo evolucionará Bluesky. No obstante, sí creo que este nuevo comienzo nos permite reencontrarnos con la idea original a partir de la cual creció Twitter: la creencia de que necesitamos un espacio común para compartir conocimiento y experiencias, así como para dialogar y debatir con respeto. Me gusta seguir a gente de cuyo criterio me fío, y que recomienda artículos o libros que leer o que ofrece lúcidas opiniones que me hacen reflexionar. Quiero creer que también hay quien le saca partido a lo que yo mismo escribo y recomiendo. Además, tengo la seguridad de que la izquierda puede enriquecerse y prosperar mejor -y por supuesto reconstruirse- si teje comunidad a partir de estas actitudes. Desde luego es mucho más improbable que tengamos algo que ganar, individual o colectivamente, si nuestro tiempo y energía están dedicados a compartir nuestro escaso tiempo entre monstruos. Salvo que queramos convertirnos en uno de ellos.
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