Tendido en su ataúd, el tiet Pere tenía la misma expresión de siempre, la de un crápula que trata de disimular ante su mujer. A sus 94 años mi tío abuelo consiguió que otros desobedecieran por él en el mismo día de su velatorio. Sucedió de la siguiente manera. En cuanto mi tía María apartó sus ojos miopes y llorosos del cuerpo de su marido, una de sus hijas reemplazó la corbata elegante por la que el difunto había elegido para el día de su entierro: la de estampado de condones.
Horas antes, Pere había ido a cenar al restaurante chino con la familia y, como de costumbre, pidió un plato aparte lleno de salsa. Aunque los médicos advertían de que iba reventar desde hacía al menos una década, él mantenía intactos sus hábitos insalubres y su cuerpo de peonza.
A tiet Pere yo solo le veía una vez al año, durante una comida navideña. Intercambiábamos unas palabras entre los dos besos y el posado para la foto familiar. Después del saludo él me atraía con sus dedos rollizos y yo acercaba la oreja. Aunque teóricamente le costaba diferenciarme de mis primas –según decía, estaba ciego–, Pere siempre sabía cuál había sido mi último viaje y lanzaba un dato certero –“allí no son musulmanes. Tienen esmeraldas”—, para después volver inmediatamente a su postura cabizbaja, como un cuco que se esconde en su reloj.
Fue precisamente en el tanatorio, cuando le contaba a alguien que mi tío abuelo destilaba licores, y que era fanático de una película porno en la que el protagonista va disfrazado de King Kong, cuando alguien formuló una pregunta que me calló en seco: “¿A qué se dedicaba el tiet Pere?”.tiet
Fui incapaz de responder y sentí vergüenza inmediata. Sabía anécdotas fascinantes y curiosidades sobre el difunto, le quería, pero no tenía ni idea de cuál había sido su ocupación a lo largo de su vida.
Con cariño pregunté a dos familiares, que me respondieron vaguedades como “algo sobre mosaicos”, así que llegué a la conclusión de que Pere era Pere al margen de su profesión u oficio. ¿Es eso posible hoy en día?
Se me ocurren muy pocas maneras de conocer a alguien sin saber cuál es su profesión. Es así, explicando qué hemos estudiado y a qué nos dedicamos, como nos presentamos ante los demás. De hecho, la omisión de ese dato puede llegar a convertirse en un motivo de sospecha.
De todas las anécdotas que he conocido sobre la juventud de Pere, ninguna versaba sobre su trabajo, y puedo asegurar que no estamos precisamente ante un caso de discreción familiar. Mi tía abuela no está tratando de ocultar algo vergonzoso o ilegal. Simplemente, si de lo que se trataba era de hablar del tiet Pere, el ámbito laboral se omitía por irrelevante, hasta el punto de que las generaciones más jóvenes de la familia ignoramos cuál fue la profesión del patriarca. En cambio, todos podemos contar decenas de historias sobre él.
La pregunta que me atrapa es cuántas probabilidades hay de que eso pueda volver a suceder. Es decir, en qué medida el trabajo conforma hoy nuestra identidad, y cómo los conceptos de vocación, éxito o realización personal nos influyen.
Por una parte es lógico que quiera convertir aquello me gusta en un trabajo: es una forma inteligente de subsistir en el sistema capitalista. Pero al convertir aquello que más me llena una labor diaria, ¿qué queda fuera de ella?
¿Puede el trabajo llegar a colonizar nuestra vida, puesto que resulta ineludible avanzar en un área que tanto nos llena? O dicho de otro modo, ¿hasta qué punto está permitido el fracaso, o ser mediocres, si lo que está en juego es aquello que llaman nuestra “esencia personal”?
Hace tiempo una niña me preguntó cuáles eran mis actividades extraescolares. No recuerdo qué chorrada le contesté: la cuestión es que ahora la pregunta de esa niña me parece fundamental, porque parte de unos supuestos difícilmente trasladables a la vida adulta.
El colegio es un espacio restringido y estandarizado al que todos los niños se ven obligados a asistir. Es un trabajo ante el que no tienen posibilidad de elección ni rescisión, pues forma parte de un contrato social.
Por el contrario, muchos trabajadores actuales conciben la oficina, taller, redacción o coworking como un espacio en el que afilar su porvenir, en el que pulirse. Creo que es por eso que muchos obreros de las industrias creativas están confundidos: tienen deseo de escapar, de prenderle fuego a sus propios sueños, pero intuyen que no podrían soportar el calor que estos podrían desprender.
Semanas después del fallecimiento de Pere, le doy vueltas a la pregunta que me dejó debajo de la lengua: ¿qué soy más allá de mi vida profesional?
Fantaseo con un mundo en el que los androides se ocuparan de todas las tareas productivas, en el que los humanos nos dedicaríamos esencialmente a tres actividades: seríamos artistas, deportistas y coleccionistas. En ese horizonte futurible, los trabajos volverían a ser lo que eran cuando éramos niños, meros disfraces o juegos de rol. Y la inversa: la ficción podría llegar a identificarnos con fidelidad ante los demás. Pere me permite imaginarlo, puesto que sus cenizas descansan hoy dentro de una Bola de Dragón, al pie de un limonero.