Los veranos son para las bicicletas y para los cracks bursátiles. En estos meses en los que los gestores de fondos también se van de vacaciones, el descenso del volumen de transacciones hace que sea más fácil producir volatilidad en las bolsas con -relativamente- pocas operaciones. Por eso a veces parece que cada verano hay un desplome.
Pese a todo, da la sensación de que lo que está moviendo los mercados este mes tiene más trascendencia que un simple revolcón estival. Una de las razones es el cambio en las condiciones de la deuda japonesa; un tema financiero.
Pero hay otra historia que se viene larvando desde hace meses. Una que, más que con las bolsas, tiene que ver con la sociedad y las expectativas de crecimiento para los próximos años: con el empleo, con la digitalización y con lo que podemos esperar del futuro.
Es ésta:
Hace unos 25 años se produjo un fenómeno que todavía no sabemos explicar con claridad. Si desde hace tres siglos las nuevas tecnologías habían ido aumentando cuánto somos capaces de producir con las mismas horas de trabajo, en torno al año 2000 esto dejó de ocurrir. Los economistas llaman a este fenómeno el “enigma de la productividad” y es una de las grades preguntas de nuestro tiempo.
Cuando todo esto empezó, en los últimos 90 y los 2000, se creía que internet iba a producir unas ganancias de la productividad tremendas. Así que en aquellos años los inversores -y el mundo en general- se confiaron y metieron cantidades disparatadas de dinero en cualquier cosa que acabase en puntocom, produciendo la burbuja que explotó llevándose por delante 9 billones de dólares.
Fue el primer revolcón que Internet le dio al capital, pero no sería el último.
Porque desde entonces, los inversores o, en otras palabras, los capitales internacionales, siguen buscando esa rentabilidad que Internet les había prometido. Por eso, cada tanto, hay un fenómeno que ocupa portadas durante unos meses con la promesa de cambiar el mundo y producir todo tipo de nuevas aplicaciones, para luego desvanecerse y que no se vuelva a saber. Ocurrió con las Google Glasses, la fabricación digital, los coches autoconducidos, el “internet de las cosas”, los drones, las Oculus, las criptomonedas, el Metaverso, Google Wave o Google +, entre muchísimos otros.
Durante los meses que dura cada hype, las compañías van sumando valor en bolsa pero, como ninguno de estos fenómenos acaba de materializar las ganancias prometidas, las mismas empresas acaban por colapsar cuando se descubre que no había pastel para repartir. Como en las puntocom, la tarta era una mentira.
Pero el capital, como si fuera un jovencito con apego ansioso, no deja de buscar pareja entre las evitativas tecnológicas y lo que estamos viendo en los últimos años es el último episodio de esta situationship.
Primero, durante los confinamientos, el tiempo que la gente pasaba en Internet se disparó. Varias plataformas tuvieron beneficios récord y algunos inversores quisieron ver en esto otra posibilidad de forrarse.
Más tarde, cuando el uso de Internet volvió, más o menos, a la normalidad, empezó a circular la idea de que algunos materiales y, sobre todo, la capacidad técnica para fabricar determinados tipos de chip, estaban en manos de una única compañía: NVIDIA. Tal fue la fiebre que el congreso de EEUU aprobó una ley específica, llamada “CHIP”, para garantizar la fabricación nacional de estos dispositivos.
Por último, cuando ChatGPT irrumpió en la opinión pública con esa cualidad cuasi-mágica para hablar como una persona, se produjo el más descomunal de todos los hypes. Más asombrados que Aureliano Buendía el día que su padre le llevó a conocer el hielo, los opinadores comenzaron a pronosticar el fin del mundo tal y como lo conocemos. Seis meses después (¡6!) Goldman Sachs anunciaba que esta tecnología haría desaparecer uno de cada cuatro empleos. ¡Imaginaos el impacto sobre la productividad! Los inversores, frotándose las manos, se disponían a invertir más de un billón de dólares.
A hombros de estos relatos, los 7 magníficos de la bolsa americana han visto multiplicar su valor bursátil en menos de cuatro años -Microsoft (x3), Apple (x4), Amazon (x2), Meta/Facebook (x3), NVIDIA (x20), Tesla (x9) y Alphabet/Google (x3)- acumulan billones de dólares en expectativas no realizadas sobre su rentabilidad.
Claro que nadie, por más Goldman Sachs que sea, tiene la capacidad de predecir qué va a ocurrir con una tecnología. Así que hace unas semanas dio comienzo el baile. La cotización de NVIDIA empezó a dar señales de agotamiento porque resultó que no había tanta escasez de chips. Goldman Sachs publicó una nota titulada “demasiado gasto, poco retorno” alertando a los inversores sobre la falta de beneficios de las inmensas cantidades que estas compañías pretendían invertir. Varios periódicos se hicieron eco de la idea de que todo lo que se había dicho de la IA era un hype y todo el mundo empezó a ponerse nervioso… y a vender acciones.
¿Qué está motivando estos aparentes fracasos? Lo que está ocurriendo es que la tecnología, aunque sigue transformando la sociedad, ya no produce nuevos modelos de negocio. Muchas tecnología triunfan y producen un cambio social -como pasó con Twitter, con Tiktok, o con ChatGPT- pero no siempre tienen un modelo de negocio asociado que produzca tanto dinero como valor generan. Desde luego no tantísimo dinero como quiere el capital como retribución.
Pero si tu lugar en el mundo no es el de un inversor capitalista, igual todo esto no es una mala noticia. Igual un mundo en el que el capital ya no es tan necesario no sería un mal mundo. Igual hasta se podría igualar el tablero. Claro que harían falta grandes dosis de creatividad y recuperar nuestra capacidad de asombro, aunque solo fuera para imaginarlo.
También para eso sirven los veranos.