El bolso de Antonella es diminuto. Pero es capaz de contener la posibilidad emocional, por no decir la certeza, de que Leo va a llorar en la rueda de prensa. Y de que, por tanto, necesitará pañuelos. El trabajo emocional se materializa en sus manos. ¿Leo no era capaz de preverlo? Probablemente, sí, che, se conoce. Pero, ¿cómo encajar en ese estrecho y también diminuto traje de chaqueta el siempre antiestético taquito de clínex? No lo hizo porque probablemente contaba con el bolso de Antonella. Ese bolso es una prolongación de sí mismo y de su propia familia. Y es bonito no acabar en ti mismo. Contar con otras extensiones de tu propio cuerpo. Depender.
Yo también soy Antonella, todas somos o hemos sido Antonella. Salgo de casa con una mochila donde caben todas las necesidades de mi familia además de las mías. Llevo agua, algo de comer, mascarillas de repuesto, pañales, claro, (talla 3 y talla 5), toallitas, una muselina para suavizar superficies rocosas y pomada de pañal. Proteger, amortiguar, limpiar. Llevo también paracetamol (¿quién sabe?), chicles para el mareo y mis gafas graduadas. Prever, calcular, sopesar. Y protector solar. Obvio. Este verano, apurando las prerrogativas que dentro de una pareja hetero más o menos igualitaria conlleva amamantar, probé a salir de casa como he visto hacer durante generaciones a tantos hombres antes que yo. A cuerpo. Con lo puesto (implica bebé en brazos). Por una vez en la vida me lancé al vacío. Me arriesgué a no organizar, anticipar, supervisar, corregir, liderar el punto caliente familiar que cada año supone la preparación veraniega de maletas. No chequeé el clima por venir, no predije paradas ni comidas, bebidas ni frutas, no imaginé apartamentos inhóspitos o soles de justicia. Simplemente me puse mi traje ajustado y salí sin miedo a la rueda de prensa de las vacaciones. Por un día, fui Leo en vez de Antonella. Acceder a esa ligereza me resultó algo desasosegante pero como experimento no fracasó. Mi familia sobrevivió sin mi despliegue de ingeniería doméstica. Hubo olvidos, calcetines desparejados, paradas en gasolineras para reponer los huecos, comida procesada. Pero nadie murió.
Al día siguiente, en la piscina, me fijo en la toalla de la Antonella de la pareja que tengo delante. Encima de ella se apiñan su cuerpo y el de dos criaturas ya creciditas y mojadas. Preside la toalla un gran cesto, el objeto mágico, bolsón de Mary Poppins del que van saliendo y dispersándose: un monedero con dinero suelto y las tarjetas sanitarias de ella y de los críos, juegos de cartas, una tablet, toallas para todos, un cargador, bañadores secos de recambio, mudas, libros de varias edades y géneros, una bolsa de plástico que hará las veces de basura, chanclas de diferentes tallas, las llaves de casa y del coche, plátanos maduros y galletas pisadas para una eventual merienda. Y protector solar. Mucho protector solar. Obvio. Antonella interactúa constantemente con esa caja de Pandora familiar, aleph doméstico. A su lado, Leo escucha algo muy concentrado con unos cascos inalámbricos, su móvil en la mano, y su culo sobre una toalla exigua y seca. Mira el horizonte. Se abstrae. Trasciende. La toalla de Leo es como una isla, la de Antonella es un archipiélago. y así, de momento, van girando los engranajes de la vida y las vacaciones, a veces chirriando pero normalmente engrasados en silencio para que la cosa siga sin mayores complicaciones. Para algunos.
Comprueben el tamaño y la propiedad de los bolsos de las familias que les rodean este verano. El peso y el tamaño de los bolsillos, los mandatos y las tareas repartidas por género dentro de cada clan. Descubran Leos y Antonellas. Sean un día quien llora y otro quien pasa los clínex. Qué bonito sería que ese gesto y el peso del cuidado de los bolsos fueran valores universales. Mientras, compensemos las cargas de las bolsas de la piscina.