Al final de 2017, Chico Buarque lanzó una canción que sintetizaba la atmosfera rabiosa, clasista, racista y violenta de Brasil, que veía a la policía oprimir a los jóvenes negros que jugaban en las playas de Rio de Janeiro. “Hay que pegar, hay que matar -, aumentan los gritos / Hija del miedo, la ira es madre de la cobardía”.
Aquel año Jair Bolsonaro despuntaba como candidato a la presidencia, pero había un aire de incredulidad entre la intelectualidad cultural en Brasil. El discurso incendiario a favor de la explotación desmedida del medio ambiente, del armamentismo, del encarcelamiento e incluso de la tortura en lugar de la preservación, educación, del cuidado y de la democracia sonaba como un desatino.
Pero Chico estaba acertado en su lectura. La sociedad brasileña siempre ha sido racista y clasista, pero ahora lo asumía sin disfraces. “Hay que pegar, hay que matar, aumentan los gritos”.
En septiembre de 2018, aproximadamente dos meses antes de ser elegido presidente de Brasil, Jair Bolsonaro se dirigía a una multitud en Acre, el estado más occidental del país, frontera con Perú y Bolivia, cuando protagonizó una de las escenas más deshonrosas de la política nacional. En un camión, tomó un gran trípode negro, lo apuntó hacia arriba y simuló dispararlo como si fuera una ametralladora. “Vamos a fusilar a los simpatizantes del Partido de los Trabajadores de Acre”, dijo por el micrófono. Con el aparato en mano y una sonrisa de satisfacción casi pornográfica, agregó: “Como les gusta tanto Venezuela, esta pandilla tiene que ir p'allá. Pero ahí no hay ni mortadela, eh, muchachos... Tendrán que comer pasto”.
Bolsonaro era el líder político que por primera vez decía desde un púlpito lo que pedían los blancos ricos de Leblon: hay que pegar, hay que matar. Le refrendaron 55 millones de brasileños, el 55% de los electores.
Pasados casi cuatro años, en 2022 habrá otra vez elección presidencial. Tras trabajar en favor de la contaminación de Covid-19 (675 mil muertos), desmantelar las leyes de protección ambiental (cuarto año consecutivo de récord de deforestación), destrozar la política de bienestar social (63 millones de personas por debajo de la línea de la pobreza y llevar a Brasil de regreso al Mapa del hambre de la ONU) y armar a la población (474% más registros de armas entre la población civil) Bolsonaro está en desventaja frente al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Si uno se fija en los números objetivos de las encuestas (47% por 28%), hay razones para la esperanza. Así también parece haberlo sentido Chico Buarque, que después de cuatro años volvió a lanzar una nueva canción en la que propone “una samba” para “ahuyentar el mal tiempo, para arreglar el daño”.
¿Qué tal una samba? salió después de la elección de Gabriel Boric, la cara de la nueva izquierda latinoamericana, en Chile, y dos días antes de la elección de Gustavo Petro, un exguerrillero, que al lado de Francia Márquez, una activista ambiental negra, asumirán el primer gobierno de izquierda en Colombia. Los vientos que soplan desde América Latina refrescaron el clima en Brasil, ansioso por “desechar la ignorancia” y “desmantelar la fuerza bruta”.
Pero la realidad atropelló a la samba. Coincidiendo con la proximidad de las elecciones presidenciales, previstas para octubre, una serie de noticias escabrosas nos llevó otra vez a la pesadilla que ha sido vivir en el Brasil anticientífico y antidemocrático de Bolsonaro.
A final de mayo, el periodista británico Dom Phillips comentó en Twitter sobre el “impactante y horrible asesinato de Genivaldo de Jesús Santos” muerto por policías asfixiado con gas dentro de un patrullero. Menos de diez días después, el propio Phillips fue asesinado de manera bárbara al lado del indigenista Bruno Pereira por pescadores ilegales mientras reporteaba sobre cómo salvar la Amazonía.
Si algunos dudaban de la conexión entre el discurso de un presidente que incentiva la explotación ilegal de la floresta y el asesinato de dos hombres que reportaban para un libro titulado “Cómo salvar la Amazonía”, un nuevo crimen, ahora en el sur de Brasil, dejó bien claro cómo el discurso de un líder inflama a sus seguidores.
El sábado 9 de julio, el guardia municipal Marcelo Arruda festejaba sus 50 años con una fiesta temática del Partido de los Trabajadores -globos rojos, el nombre del partido escrito en el pastel-, cuando Jorge Rocha Guaranho, un ferviente partidario de Bolsonaro, invadió el lugar gritando palabras en favor de Bolsonaro y asesinó el anfitrión, que vestía una camiseta con la cara de Lula estampada.
La campaña ni siquiera ha empezado oficialmente y el cielo volvió a oscurecerse. Recientemente, Bolsonaro comentó a sus seguidores que los simpatizantes de Lula se estaban reuniendo ese mismo día y que “un solo tiro mata o una pequeña granada puede matar a todos a la vez”. En las últimas semanas, la campaña de Lula ya sufrió dos ataques -varios hombres fueron detenidos por tratar de arrojar un líquido apestoso a la audiencia en un acto y otro fue arrestado por detonar una bomba entre la audiencia de un gran evento en Río. No son vientos de esperanza los que se acercan para los próximos meses.
“Después de tanto truco, después de tanta falacia, después de tanta derrota, después de tanta demencia, y un dolor ¿dijo? de puta”, como canta Chico, quisiera poder, como él dice, salir del pozo, recoger los pedazos, caer al mar, lavar el alma y volver a caminar con la columna recta. Pero Bolsonaro no es únicamente promotor de la violencia desde lo alto de su tribuna. Es también el vocero del mensaje que llega desde abajo. Si gana Lula, ¿habrá un momento para una samba? Boric y Petro están ahí para probar que la luna de miel dura poquísimo. Y los clasistas, racistas, misóginos y violentos que salieron del armario el 2018 no volverán a callarse. Seguirán aquí para desafinar cualquier canción.