En 2007, el temazo en el mundo del arte era un papelillo modesto en su genética legislativa pero ambicioso en su espíritu. Dos años habían pasado redactándolo. Imagínense la importancia. Emocionó tanto su irrupción, que parece que se le perdonó que no tuviera rango de ley, de real decreto, de reglamento, de disposición transitoria, de cualquier otra cosa que pudiera salir en el BOE. La ministra, entonces de Cultura, Carmen Calvo, estampó su firma en él y así nació el Código de Buenas Prácticas.
El código, más que nada un acuerdo entre caballeros, venía a crear un consenso en el sindiós de la gestión de los centros de arte y museos. No era vinculante, pero aconsejaba seriamente que la dirección de todos los centros de arte público debería realizarse por concurso abierto. La estructura territorial del Estado impedía pasar el documento por el Parlamento, así que quedaba al compromiso de las comunidades autónomas, las diputaciones o los ayuntamientos que tuvieran sus propios centros artísticos, aplicarlo o no. El Estado central, eso sí (de Gobierno socialista), dio su palabra de aplicarlo. Y así lo hizo. Por ejemplo, en 2008 el Inaem publicó en el BOE una Orden en la que asumía este código, por lo que sus centros serían ya siempre elegidos de esa manera.
Uno de los impulsores del Código fue Manuel Borja-Villel y precisamente gracias a ello, él pudo presentar un proyecto para la dirección del Museo Reina Sofía. Antes de él, los directores se designaban a dedo y, tras un periodo largo en el que se ha venido renovando su contrato, la nueva dirección se ha hallado una vez más por concurso público. Mientras se construía el Código, el ex ministro de Cultura César Antonio Molina, que también lo impulsó, como sucesor de Calvo, dijo que los dedazos pueden salir bien, claro que sí, pero resultan poco democráticos.
El espíritu del concurso público enlaza directamente con la Constitución y el acceso a la cultura. De esta manera, cualquier persona que se sienta capacitada para dirigir un centro público, puede presentar al Patronato su propuesta, que será examinada por una comisión independiente. Este es el sistema que marcó el Código. Además, recomendaba que los periodos de contratación fueran de cinco años para desvincularse de los ciclos electorales.
Aunque esta cartilla de conducta no fuera obligatoria, uno siempre podía airearla para criticar cualquier atisbo de irregularidad o falta de transparencia, como sucedió en 2021, cuando diversas instituciones hicieron notar a Castilla y León que la contratación de la nueva dirección del Musac no estaba respetando el Código. Podría no ser ilegal, pero al menos quedaba claro que estaba feo. Como las malas maneras en la mesa, las malas prácticas en la gestión cultural repugnan tanto como limpiarse los chorretes de la salsa con la manga de la camisa. Y en el sector artístico hay muchos invitados independientes de esos que no solo echan una miradita de reprobación, sino que se atreven a decir en voz alta oiga usted deje de sorber el batido con la pajita, que molesta.
Con el tiempo, el Código se vio que tenía flaquezas, como lo concerniente a la igualdad de género, por lo que en 2019 comenzó una revisión en esa misma mesa de trabajo. Otro de los aspectos a mejorar es la transparencia en la contratación pública de los diferentes puestos de trabajo en los centros, definiendo las funciones y competencias claramente. “La programación o dirección artística de las salas dependientes de las administraciones públicas debe ser realizada por una persona del ámbito profesional elegida por concurso público”, especificaba el documento que se consensuó entre las asociaciones que forman la mesa y que fue presentado al Ministerio de Cultura. Ahí recalcaron lo de profesional. Y todo lo demás también, por si acaso había quien se hubiera olvidado. Este Código 2.0 pretende llevar las buenas prácticas a otros lugares en los que se extiende la influencia de la política cultural, como la conformación de los jurados de los Premios Nacionales. El ministro Iceta se comprometió a actualizarlo.
A veces nos parece que el Estado es como una de esas pirámides de copas de champán en equilibrio y que, en las bodas espléndidas, se llena de espumoso desbordando en cascada desde la primera. Es raro que a las copas de abajo, las más numerosas, les llegue mucho para beber. Con estas cosas que se tiran desde arriba pasa un poco igual, que las buenas prácticas colman la cristalería del Museo del Prado y el Reina Sofía pero según vamos descendiendo en las capas del Estado, se llega a los ayuntamientos y se escurre el bulto con mayor facilidad.
Lo que vale para el Reina Sofía debería servir también para un centro cultural, por modesto que sea. Como decía César Antonio Molina, referente reciente para el PP en asuntos culturales, los dedazos de los políticos pueden señalar con acierto, pero resulta más democrático abrir la puerta del palacio y que haya champán para todos. Incluso para los que tienen la voz flojita y nadie les oyen cuando piden su copa. Sobre todo para ellos.