El buen sexo feminista
¿Es el sexo anal en mujeres un tabú? Un artículo en El País publicado hace días rastreaba en la ficción ejemplos de cómo ha cambiado la representación de esta práctica sexual para intentar trazar un paralelismo con la cotidianeidad. Cientos de comentarios en redes, parte de ellos de cuentas feministas, cuestionaron el enfoque del artículo. Algunos fueron más allá para relacionar el sexo anal en mujeres con la misoginia, el porno, la dominación o la complacencia hacia los hombres. El disfrute, la decisión, el placer y la sexualidad de las mujeres no parecía entrar en la ecuación. O sí: para deslizar la idea de que 'lo normal' es que una mujer no desee esa práctica o no pueda disfrutarla.
No sé si el sexo anal es un tabú en las mujeres, sí sé que la sexualidad femenina es en general un tabú. Mientras convivimos con una brutal hipersexualización de nuestros cuerpos y de nuestras vidas, la vivencia propia de la sexualidad y el placer sigue siendo algo que sorprende o asusta o que, cuanto menos, sigue chocando con estándares sociales que miden el valor de las mujeres en función de la cantidad o del tipo de sexo que tengan. Frente a ese escenario, en demasiadas ocasiones la respuesta sigue siendo conservadora.
¿Puede una práctica sexual ser por sí misma machista o lo es el contexto? Señalar cualquier práctica sexual con la etiqueta de misógina, machista o patriarcal es abrir la puerta a crear una peligrosa lista en nombre del feminismo: la lista de las prácticas sexuales que, al parecer, están libres de todo machismo y, por tanto, pueden hacerse sin reparos y la lista de prácticas sospechosas. ¿Es el misionero una postura aceptable desde un punto de vista feminista?, ¿ponerse a cuatro patas?, ¿el 69?, ¿por qué si?, ¿por qué no el sexo anal?
Si la mirada patriarcal lo construye todo parecería ingenuo pensar que nuestro deseo o que el sexo que tenemos no esté atravesado de alguna manera por ella. Hay, por ejemplo, prácticas sexuales sobre representadas y otras claramente infrarrepresentadas. Las felaciones han sido infinitamente más visibles que los cunnilingus, igual que el sexo anal en los hombres heterosexuales ha estado prácticamente oculto y proscrito. Hay, además, prácticas que se han tendido a visibilizar de una determinada manera, rodeadas de una performance muy concreta. A través de esas representaciones se construye la idea de lo que es 'normal' en el sexo, de lo que una o uno espera en una relación sexual: es muy posible que en una relación heterosexual un hombre espere una felación y una mujer sienta que se espera eso de ella, mientras que poca gente esperará que una mujer penetre a un hombre en un encuentro.
Pero el problema no está en las prácticas en sí, sino en el contexto de estereotipos, mandatos y expectativas. La idea patriarcal de sexo sitúa a los hombres como sujetos deseantes que ejecutan y a las mujeres como objetos cuyo cometido es ser vistas, gustar y complacer. Los mandatos sociales les atribuyen a ellos un deseo voraz y a las mujeres un apetito discreto. El esquema perfecto se completa con esa idea de la masculinidad que gana por acumulación -a más mujeres, siempre mejor (un hombre de verdad se relaciona con mujeres, no con hombres); a más sexo, siempre mejor-, mientras que la feminidad lo hace por defecto: nuestro valor como mujeres parece residir en nuestra capacidad de resistencia al deseo, el sexo nos marca como sospechosas. Con la paradoja de que nosotras vivimos en una permanente contradicción: para cumplir con el mandato de gustar y de ser 'elegidas' por la mirada de un hombre podemos llegar a perder nuestras necesidades por el camino y plegarnos a lo que creemos que quiere el otro.
El problema de calificar una práctica como inherentemente machista o patriarcal es que pone el foco en el deseo en lugar de en el contexto. Estigmatiza la práctica y, por extensión, a quien pueda desearla y practicarla. El tabú puede terminar siendo, de hecho, afirmar que te gusta algo que te han dicho que es políticamente incorrecto en función de tus ideas o de tu posición en el mundo.
Corremos el riesgo de crear la idea de que hay una 'buena manera' de desear desde el punto de vista feminista, un 'buen sexo' feminista. Sabemos que ese tipo de estándares nos perjudican de diferentes maneras. Primero, porque alimentamos socialmente el estereotipo de que existe un 'deseo tipo' femenino y, por tanto, reproducimos los prejuicios contra quienes no lo cumplan. Segundo, porque esos estereotipos operan, incluso, a la hora de afrontar los procedimientos judiciales. Y tercero, porque nos limitan la posibilidad de apropiarnos, en la medida de lo posible, de nuestra sexualidad y de nuestro placer.
Decía hace poco la filósofa feminista Camille Froidevaux-Metterie en una entrevista en este medio que las mujeres vivimos constantemente “en una paradoja diaria entre la cosificación y la reapropiación” de nuestros cuerpos. “El mismo día se puede estar en una posición totalmente cosificada, como recibir miradas sobre su cuerpo y sintiéndonos puramente un cuerpo-objeto, y el mismo día practicar una actividad deportiva intensa siendo un cuerpo-sujeto”, señalaba. Lo mismo podríamos decir acerca del sexo. Convivimos con expectativas, presiones y violencia, pero también la sexualidad es un lugar de disfrute, de autoconocimiento, de placer, de encuentro con una y con otros.
Si nuestros planteamientos solo subrayan el miedo, la alerta y las presiones corremos el riesgo de, aun con buena intención, alimentar un relato del terror sexual: las mujeres jóvenes, y no tan jóvenes, pueden crecer con la sensación de que lo único que les espera en el sexo es miedo y violencia, podemos vivir con una hipervigilancia que ya de por sí tenemos instalada por las ingentes cantidades de violencias de diferente intensidad con las que convivimos desde pequeñas. Podemos vivir coartando nuestra propia libertad sexual, pensando que hacer tal práctica sexual o tal postura nos convertirá en sumisas y en objetos patriarcales, aun cuando nos apetezca hacerlo, aun cuando lo deseemos.
La sumisión no la marca ponerse a cuatro patas, hacer una felación o decidir tener sexo anal. La sumisión tiene que ver con esa posición simbólica de objetos y no de sujetos, con el mandato de agradar y complacer, con no atrevernos a decir lo que sí y lo que no queremos por miedo afrontar señalamientos o estigmas, señalamientos o estigmas que debemos tener cuidado de no alimentar. Podemos apostar a un feminismo que 'sancione' las prácticas o podemos apostarle a uno que intente ensanchar el espacio en el que las mujeres se buscan, se encuentran, se exploran y toman decisiones acerca de lo que quieren vivir, también en el sexo. Podemos apostarle al feminismo que interpela la resistencia de tantos hombres heterosexuales a recibir ellos sexo anal y que les ofrece otro horizonte de placeres. Para ambas cosas es imprescindible una educación sexual, no solo formal, que combata los estereotipos, los mandatos y los estigmas. Y un feminismo que señale la violencia pero que nos invite a gozar más.
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