España tiene un gran reto por delante. Que sus jóvenes sepan comprender, expresarse, hablar en público o escribir –al fin y al cabo, comunicar– y que incorporen la deducción y la lógica matemática a sus vidas de manera más profunda. Son competencias, conocimientos y habilidades que han ido decayendo con el tiempo (según el informe de referencia PISA) y han activado un botón de alarma. Pocas cosas hay más transversales que la educación y es innegable que, preguntados, todos los españoles estarían de acuerdo en mejorarla en general. Quién va a estar en contra de que sus hijos y las futuras generaciones salgan mejor preparados. Pero pocas cosas hay también más politizadas que la educación, ya que desde las aulas se pueden implantar sesgos y validar visiones políticas y sociales. Ahí empiezan las discusiones casi irreconciliables. Habrá quien entienda por buena educación saber inglés o conocimientos “útiles” para encontrar un trabajo. Hay quien pedirá una escuela que enseñe a pensar críticamente, con más filosofía, arte y valores. No en vano España ha tenido ocho leyes educativas desde 1980, para todos los gustos.
Porque no es lo mismo decir que los reyes católicos culminaron la reconquista y acabaron con la invasión de los árabes, que decir que los reyes católicos lograron conquistar territorios que hasta entonces eran árabes. No es lo mismo hacer ejercicios matemáticos sobre la rentabilidad de los negocios de un hombre (no mujer) de éxito que sobre las hectáreas de un incendio por culpa del cambio climático. No es lo mismo obviar la diversidad sexual en las clases que mostrarla con naturalidad desde pequeños. Cada gobierno quiere poner su grano de arena y quitar el del antecesor, pero lo que consiguen los cambios de ley cada legislatura o dos es un ingente esfuerzo de todo el profesorado y personal docente por adaptarse a un modelo condenado a la extinción cuando llegue el gobierno siguiente. Se vuelve demasiadas veces a la casilla de salida en un asunto en el que urge llegar más lejos. El consenso es necesario y posible. Sobre todo, dejar de tirarse los libros a la cabeza.
El plan de refuerzo escolar que ha anunciado el presidente de Gobierno y que presenta este jueves ante el Consejo Escolar, donde se tratará también la prohibición de los móviles en las escuelas, es un primer paso para una reforma profunda pendiente, aunque tendrá una limitación importante si se destinan solo los 500 millones anunciados. Contiene algunos elementos esenciales de los que hablan los expertos: menos alumnos por profesor, más horas lectivas para quien lo necesite, pero también más formación para los docentes, en este caso, matemática. Ser profesor y profesora, como médico o policía o bombera, debería tener una alta consideración en todos los aspectos. Tienen la enorme responsabilidad de formar generaciones enteras, se les pide entrega en la tarea y tendremos que hacer que sean los mejores y poner más dosis de innovación y apertura en la administración educativa. De hecho, los profesores eran la piedra angular en el libro blanco que el Gobierno de Rajoy encargó al filósofo José Antonio Marina. De libro blanco en libro blanco, hasta el libro blanco final. Otro asunto importante, de competencia autonómica, sería reforzar la escuela pública y que no tuviera que andar compitiendo con la privada en igualdad de condiciones y, en algunas autonomías, en inferioridad en cuanto atenciones y tratamiento.
Si queremos de verdad remar hacia una escuela pública mejor para todos, aunque no sea perfecta para todos y cada uno –y parece que es la salvación si un país quiere aportar valor añadido a lo que hace, aumentar su patrimonio cultural y su PIB industrial– hay que ponerse de acuerdo en no utilizar las leyes educativas contra el prójimo y blindar su vigencia con consenso. El plan de refuerzo es uno de los ítems, entre muchas inversiones e innovaciones pendientes, pero pocas cosas son tan esenciales. Nos jugamos nada menos que el futuro del país.