Por qué la buena gestión económica no basta como arma electoral
La izquierda está convencida de que tiene oportunidades de ganar el 23-J si exhibe su gestión económica y logra convertirla en el eje de la campaña. Pero se trata solo una ilusión: la gestión de la economía no puede llevarles a la victoria si antes no logran recuperar un lenguaje común entre los dirigentes de la izquierda y sus teóricas bases que les permita entenderse mínimamente.
La disonancia es especialmente clara en economía: por muchas medidas que se hayan tomado en favor de las clases populares, y por buenos que sean la catarata de datos empíricos que se ofrezcan, es muy difícil alardear de ellas si en la vida real los teóricos beneficiarios la están pasando canutas.
Y la están pasando canutas.
La gestión económica del Gobierno de coalición ha sido la de más a la izquierda de la democracia y la única que se ha atrevido a tantear respuestas más allá de la ortodoxia neoliberal. Ello se explica por una combinación también única: la presencia de Unidas Podemos en el Ejecutivo, empujando hacia la izquierda, y, a la vez, una vicepresidencia económica en manos del PSOE con credenciales de rigor y solvencia incuestionables también en la UE.
Por muchas chispas que hayan saltado entre ellas, la combinación de Yolanda Díaz y Nadia Calviño se ha demostrado eficaz y ha logrado frutos de fuerte impronta social: aumento del 50% del salario mínimo, revalorización de las pensiones y reforma del modelo a partir del aumento de ingresos y no de recortes, inyección de fondos a empresas y trabajadores durante la pandemia, reforma laboral para combatir la precariedad y reforzar el poder de la negociación colectiva, récord de población ocupada y de afiliación a la Seguridad Social, impuesto a las grandes fortunas, a la banca y a las eléctricas, aprobación del Ingreso Mínimo Vital, crecimiento del PIB por encima de la media europea con la inflación más baja del continente...
No está nada mal, teniendo en cuenta el mundo realmente existente: es lógico, pues, que el Gobierno quiera sacar pecho. Pero olvida la cuestión crucial: a pesar de ello, las condiciones de vida de las clases populares siguen empeorando. No es culpa del Ejecutivo, que incluso ha logrado amortiguar algo el golpe, pero el fenómeno viene de muchos años atrás y afecta al conjunto de países occidentales: con independencia de las grandes cifras oficiales de la economía, la gente corriente va más con la lengua fuera que nunca: de ahí tanta rabia acumulada.
Calmantes
El Gobierno de coalición ha logrado, con gran esfuerzo, aportar algunos calmantes. Pero la enfermedad, muy grave, sigue agravándose tras décadas de globalización neoliberal y la sucesión de crisis estructurales -crash financiero global, deuda soberana en la eurozona, pandemia, hiperinflación, etc.-, que han erosionado aún más las condiciones de vida de las clases populares y achicado su horizonte de futuro.
Lo de enfermedad no es ninguna metáfora: es literal. Basta con leer el estremecedor libro Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo (Deusto, 2020) de los prestigiosos economistas Anne Case y Angus Deaton -este último, premio Nobel- para darse cuenta de la magnitud de la tragedia. El libro está centrado en el derrumbe de las clases trabajadoras en EEUU, pero es extensible, aunque sea en grado menos mortífero, al conjunto de países occidentales, donde llevan décadas viendo cómo se deteriora su nivel de vida, sus expectativas y la calidad de los servicios públicos mientras el relato oficial se construye a partir de una realidad paralela de “oportunidades extraordinarias”, “emprendimiento”, “talento” y robustos datos macroeconómicos.
Resulta que los rezagados no solo se están empobreciendo, sino que parecen tontos porque están desaprovechando una ocasión única de hacerse millonarios.
El huracán de la globalización neoliberal, con los capitales campando a sus anchas por el mundo sin apenas nada que les tosa, acumula tal legión de perdedores que los sectores más lúcidos del capitalismo, liderados por el Financial Times, llevan años advirtiendo de la necesidad de reconstruir el contrato social para prevenir estallidos sociales.
Tras la batería de medidas del Gobierno de izquierdas, no hay duda de que las clases populares han podido parar algo el golpe y que con las recetas neoliberales del PP estarían hoy mucho peor. Pero ello no excluye que sigan teniendo la lengua fuera tratando de llegar a fin de mes, estupefactos además porque la izquierda alardea lo bien que ha gestionado la economía.
Como subrayan las cifras de la OCDE, el poder adquisitivo de los trabajadores españoles está hoy por debajo del que tenían en 2000, antes de que el país se incorporara al euro, a pesar del gran crecimiento del PIB desde entonces.
Aunque la economía tenga más empleos que nunca y que el salario mínimo haya aumentado el 50%, lo cierto es que con estos salarios es muy difícil encontrar una vivienda donde vivir sin agobios, tanto en propiedad como en alquiler.
España es ciertamente el país europeo con menos inflación gracias en buena medida a la excepción ibérica que con tanto mérito consiguió el Gobierno, pero igualmente llenar la cesta de la compra se ha convertido en un esfuerzo descomunal para centenares de miles de personas.
Y así todo: la valiente política económica del Gobierno ha ayudado a parar el golpe, pero la gente corriente vive cada vez peor, aunque no sea culpa del Ejecutivo.
Esta paradoja endemoniada hace que sacar pecho de la gestión económica incluso perjudique las expectativas electorales de la izquierda: ahonda el foso entre unos dirigentes satisfechos con su balance y unas clases populares exhaustas. La diferencia entre las cifras macroeconómicas y las vidas de carne y hueso se convierte en un abismo insondable entre los líderes y sus bases electorales.
Auge de la derecha populista
Esta es una de las razones que explican el auge en todos los países occidentales de la derecha populista, que al estar alejada de las instituciones y no tener que rendir cuentas de su gestión es la única que se dirige a los perdedores de la globalización reconociéndoles que están jodidos, tanto si ganan la derecha como la izquierda clásicas, y ofreciéndoles un chivo expiatorio para volver a los días felices.
En cambio, la izquierda de gobierno les explica, como mucho y con paternalismo, cómo gracias a su gestión las cosas marchan mejor. Pero ello no se nota en la realidad cotidiana con la que deben lidiar las clases populares, que encima están señalados continuamente por una izquierda cada vez más posmoderna y pijiprogre: que si sus sucios coches baratos contaminan, que si son reaccionarios porque no entienden la autodeterminación de género y el esquema sexual no binario, que si son fascistas porque están preocupados por el deterioro de la seguridad en su barrio, que si son especuladores porque quieren albergar turistas en alguna habitación de su casa...
Las consecuencias de ello las tenemos muy visibles al lado mismo: en Francia, la ultraderechista Marine Le Pen superó el 40% en la segunda vuelta de las últimas presidenciales y las encuestas la dan vencedora si los comicios se celebraran hoy. Y hay datos aún más alarmantes: en su último duelo con Emmanuel Macron, Le Pen se hizo con casi el 70% del voto obrero. ¡El 70%!
Las últimas encuestas de Ifop, del mes pasado, señalan que las simpatías de Le Pen entre las clases trabajadoras francesas más que doblan el que obtiene el izquierdista Jean-Luc Mélenchon (53% contra 23%) por mucho que este venga de las barricadas contra la reforma de las pensiones y prometa con verbo florido asaltar los cielos.
En el cierre de campaña de Barcelona en Comú, una importante dirigente del partido, rodeada de artistas y famosos, proclamó: “¡Hemos cumplido los sueños de la gente común de Barcelona!”.
Pero la gente común de Barcelona -y de España y del conjunto de países occidentales- no parece que haya visto cumplido ningún sueño: por mucho que los gobiernos de izquierdas les hayan suministrado algunos calmantes, siguen con la lengua fuera dándole vueltas a cómo hacen para llegar a fin de mes.
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