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Castigar al desobediente

Patricia, una vecina de mi barrio (Hortaleza, en Madrid), acudió hace un par de años a una convocatoria para paralizar el desahucio de una familia por parte de la Empresa Municipal de la Vivienda. Varias decenas de vecinos intentaron sin éxito impedir el desahucio: tras la intervención de la Policía Municipal, los cinco miembros de la familia (madre, abuela, tres hijos) acabaron en la calle. Los vecinos se limitaron a mostrar resistencia pasiva, sentados frente al portal, y fueron arrastrados por los policías, como se ve en este vídeo o en este otro.

La concentración se disolvió y Patricia volvió a su casa, frustrada por no haber impedido el desahucio, pero sin más consecuencias. Pero esa misma tarde fue detenida en su domicilio y llevada a comisaría, donde pasó la noche. Para su sorpresa, la acusaron de atentado a la autoridad, de haber causado lesiones graves a un agente (un brazo roto). Comenzó un proceso lleno de irregularidades, sin testigos ni pruebas de la supuesta agresión. Hasta hoy: dos años después, Patricia espera fecha para su juicio. La fiscalía pide para ella tres años de cárcel, el juez le ha impuesto una fianza de 8.900 euros, y ella solo cuenta con nuestra solidaridad.

El caso de Patricia es otra prueba más de la dureza con que las autoridades castigan a los desobedientes, buscando una sanción ejemplarizante que sirva como disuasión a quienes participan en esas convocatorias. Podríamos hablar también de Alberto, cuyo activismo en otra lucha vecinal histórica de Madrid, contra los parquímetros, le ha dejado una condena a un año de cárcel y el empeño en que ingrese en prisión, pese a su estado de salud. O de los cinco profesores de Guadalajara que se enfrentan a una petición de cuatro años de cárcel tras una protesta por la educación pública. O del disparate de considerar unos tartazos a una presidenta autonómica como un atentado a la autoridad que puede costar hasta nueve años de cárcel. O de la persecución incesante contra los dirigentes del Sindicato Andaluz de Trabajadores.

Sin amenaza de cárcel, pero sí con sanciones económicas, están cientos de ciudadanos que en los últimos años han participado en manifestaciones, acampadas, escraches, rodeos o paralización de desahucios. Fueron identificados por la Policía, y semanas después se encontraron en el buzón una multa o una citación judicial. Alteración del orden público, resistencia a la autoridad, manifestación no autorizada, son términos con los que ya nos hemos familiarizado.

La estrategia es evidente, sin disimulo alguno: reprimir la disidencia, por pacífica que sea, y hacerlo con una dureza desproporcionada. Bien sea retorciendo el Código Penal, o mediante la burorrepresión, esa forma de represión blanda que sustituye la porra por el bolígrafo; en vez de abrirte la cabeza, te abre un expediente sancionador. Lo que tampoco significa que desaparezcan los porrazos, así puedes tener premio doble: porrazo y multa.

Podemos pensar que se endurece la represión contra la disidencia, pero no es del todo cierto: más bien se extiende, se amplía. El poder siempre ha tratado con mucha dureza a quienes lo desafían. Que se lo pregunten a antimilitaristas, insumisos, okupas, ecologistas o a numerosos colectivos sociales vascos asimilados al terrorismo por la teoría del “entorno del entorno”. Desde la Transición, quien rompe las formas consensuales de protesta lo paga caro.

Hoy la represión a los disidentes, más que endurecerse, se extiende. El desafío al poder no está ya en los márgenes, sino en el centro de la plaza. Y hay que cortarlo como sea, trazar gruesos cortafuegos antes de que el incendio se extienda. Como las multas y las amenazas de cárcel no son suficientes, y en muchos casos los jueces acaban archivando o anulando las sanciones, la respuesta es endurecer el Código Penal y castigar las nuevas formas de protesta.

El castigo a la desobediencia no solo escandaliza por su desproporción. Además hace más evidente la impunidad de que disfrutan otros.