Cacerolazo global

“Mamá, me llevé la olla”, se lee en el cartel de una joven durante el reciente estallido popular contra 30 años de neoliberalismo en Chile. La olla, la cacerola vacía, es la imagen que resume el fracaso del modelo económico que convirtió al país del sur en el niño mimado del FMI, mientras empobrecía y arrebataba derechos a la gente. El gesto de la hija que se lleva la olla de la madre para luchar lo cambia todo, el paradigma, el tiempo, todo. Es el mismo clamor que resuena en las cacerolas de las huelgas en cada 8 de marzo, en la demanda del fin del trabajo explotador y feminizado que suele sostener las grandes economías mundiales.

En las palizas de hoy, las vejaciones y abusos sexuales de estos días –que se denuncian desde que empezó la represión de Piñera–, se escuchan los ecos de las violaciones, secuestros y torturas que sufrieron las mujeres luchadoras de los 70s, a las que les arrebataron sus hijos recién nacidos para dárselos a las familias cómplices del régimen de Pinochet. El cuerpo de las mujeres, cis y trans, siempre campo de batalla. Frente a la opresión, el feminismo ha llevado cuidados, autocuidados y cultura asamblearia e igualitaria a la primera línea de fuego, porque lo que le impulsa es la defensa de lo comunitario y el rechazo a un sistema que precariza la vida.

“Ya perdimos el miedo” es la consigna que más se repite en las protestas chilenas. Lo oíamos de las bocas de mujeres hace unos meses durante la enorme manifestación feminista en México DF contra los policías violadores, cuando después de que ellas volcaran su rabia a las calles, incendiaran el metro y bañaran monumentos históricos con pintura tan roja como la sangre de los feminicidios, se intentara disciplinarlas y enseñarles cómo se debe protestar. Imposible no ver el contagio, los vasos comunicantes entre ese estallido y lo que ha ocurrido hace unas semanas en Ecuador, lo que ya está pasando en Chile, en Honduras o en Bolivia. O en las permanentes reivindicaciones del pueblo mapuche, perseguido por el Estado chileno y por el argentino, o en el levantamiento del movimiento indígena en Ecuador ante el paquetazo de Lenin. Todo lo que anuncia ese fin de ciclo, cuando se acaba el miedo a la violencia heteropatriarcal, a la violencia económica y a la violencia colonial, cuando las resistencias convergen en un cacerolazo global.

Sí, hay antiguos miedos que se pierden estando juntos hoy en América Latina. Una periodista contaba en esta crónica cómo su padre tenía más miedo de jubilarse en Chile, gracias a las sanguijuelas de las AFP –las pensiones están privatizadas en ese país–, que de morirse. Miles de chilenas no se mueven de las calles asoladas por tanques y disparos, no sueltan las cacerolas, ni se quitan del cuello el pañuelo verde abortista, en un país en el que aún solo es legal el aborto terapéutico que, por cierto, ya era legal en 1930 hasta que Pinochet lo volvió a penalizar en 1989. Un hombre chileno con otro pañuelo, el de la bandera gay –la misma que aglutinó a los puertorriqueños contra su homofóbico gobernandor obligado a renunciar–, porta otro cartel: “Por la salud de mierda que te dejó partir, mamita. Por ti” –esa salud de mierda que quiere la derecha española, la que desmantela el sistema público y mata a los que menos tienen, la derecha que también pega fuerte en las calles de Cataluña, la que judicializa y se pasa por el forro el diálogo y la política. Y por eso pisan las calles nuevamente, unidos en la sangre, los estudiantes a los que daba vivas Violeta Parra, Manuel del brazo de Amanda salen de la fábrica, y los labradores se levantan y siembran el tiempo que puede ser mañana, como cantaba Víctor Jara.

Cuando veo las imágenes del toque de queda en Santiago y me angustio pensando en cómo estarán los amigos y amigas chilenas, herederos de los araucanos –que no cayeron ni ante el imperio Inca, ni ante el español–, que están ahí poniendo el cuerpo, recuerdo a los compañeros chilenos que llegaban al Perú huyendo de la dictadura y se refugiaban en la casa de mis padres y yo les prestaba mi cama de niña para dormir, pienso en cómo el capitalismo más salvaje logró alejar a nuestros países, desactivarnos, desaparecer la solidaridad continental que ahora parece resurgir desde una olla vacía. Pese a la dolorosa represión, es ese trasvase de luchas lo que más entusiasma de las últimas gestas latinoamericanas, el despertar de nuestra fuerza, y el anhelo por hacer convivir las trincheras colectivas y el frente común.