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Caída de la natalidad ¿una tendencia irreversible?

Sara Mateos

El índice de natalidad cae por quinto año consecutivo. La fecundidad por debajo del nivel de reemplazo lleva en los últimos años pasando de ser una excepción a convertirse en norma. Uno de los principales inconvenientes, incluso cuando hay buena intención por parte de los poderes públicos, es que se sigue aludiendo a que las mujeres se han incorporado al mundo laboral como la causa primera de esta situación, pero ¿y qué hay de la no incorporación de los varones a las tareas de cuidado? ¿No hay causalidad en este hecho?

El conflicto trabajo-familia sigue enfocándose como una cuestión femenina. Persiste la idea de que la bajada de la tasa de fecundidad en países desarrollados es resultado inevitable de la incorporación masiva de las mujeres a la enseñanza superior y al mercado de trabajo, y al cada vez menor número de matrimonios. Aunque los datos empíricos revelan que esto no es así. Los estudios más recientes describen tres obstáculos principales a la hora de explicar el cada vez más drástico descenso de la natalidad:

1. La estabilidad laboral suele ser una condición esencial a la hora de plantearse tener descendencia. La elevada tasa de desempleo y la precariedad de quienes consiguen empleos supone un obstáculo de primer orden (en España la pobreza aumenta también entre personas con un empleo).

2. El marco institucional y político. En España las políticas de conciliación nunca han sido una prioridad, ni han ido más allá de compromisos abstractos y medidas sin ningún calado estructural dirigidas principalmente a mujeres (abundando en el imaginario colectivo que identifica mujeres con cuidados). A esto hay que sumarle la crisis económica, con el desempleo y la precariedad aumentando de forma directamente proporcional a las políticas de austeridad, y un gobierno conservador en cuanto a la igualdad de mujeres y hombres. Todo ello abunda en esta situación, sin que por el momento existan visos de cambio.

3. La igualdad de género. Son cada vez más los estudios que establecen una correlación sólida entre (des)igualdad de género y tasa de fecundidad. Es decir, analizan que allí donde se promueve la igualdad de género, se elevan las tasas de natalidad.

La posición subalterna de las mujeres en el mercado de trabajo supone una limitación de facto al acceso a derechos y recursos públicos, que en los sistemas capitalistas se derivan principalmente del empleo (cotizaciones, pensiones, subsidios, etc.). Con lo que las consecuencias no deben medirse sólo en términos de dificultades presentes, sino también futuras. Como indica Bibiana Medialdea esta posición se consolida, en términos generales, en la treintena. Es decir, la edad media del primer hijo o hija de las mujeres españolas. En esta franja de edad en la que gesta “una parte muy importante de la desigualdad que lastrará los ingresos y derechos de las mujeres a lo largo de su vida”, y es “cuando las posiciones relativas de hombres y mujeres en el mercado laboral se diferencian de forma definitiva”, consolidando la división sexual del trabajo dentro de los hogares y en el mercado laboral.

Así, el tratamiento del desigual impacto laboral de la maternidad y la paternidad es un tema clave, estratégico, que cualquier estado debe plantearse.

Este tratamiento desigual no lo sufren sólo las mujeres que son madres, sino todas las mujeres. Es la denominada “discriminación estadística”, que implica que toda mujer, por el hecho de serlo, es considerada por el mercado laboral/empresariado como una madre en potencia y por tanto como “menos disponible”. Y es que ya decía Jean Jacques Rousseau que el destino de la mujer es la maternidad, la ejerza o no. La identificación de mujer con madre, y derivado de ello, con la natural disposición a todo lo relacionado con los cuidados, es una idea que subyace en nuestras sociedades y nuestra forma de desarrollar sistemas políticos y legislación.

Intervenir en todo ello no sólo es una cuestión de justicia social y de igualdad de oportunidades para mujeres y hombres, que tienen el mismo derecho a desarrollarse profesional y personalmente. Es que como indica una vez más Esping-Andersen, “sería insostenible una sociedad en la que todas las personas se desentendieran del cuidado al mismo nivel que hoy lo hacen los varones”.

Las políticas públicas son las que pueden y deben impulsar el cambio, abarcando dimensiones de intervención múltiples, desde los servicios de atención a la infancia y condiciones del mercado laboral, al sistema tributario y las transferencias de renta, pasando por la educación.

Por tanto políticas públicas sí, pero no cualquier política pública. El ejemplo del cheque bebé o el de las prestaciones a madres trabajadoras por quedarse en casa cuidando son ejemplos de lo que no se debe hacer. Políticas de conciliación no dirigidas exclusivamente a mujeres, ni aportaciones económicas puntuales (incluso universales) sino servicios públicos de cuidados, racionalización de los horarios, escuelas públicas de 0 a 3 años, etc. Los permisos parentales de duración suficiente, iguales para los dos progenitores, intransferibles y pagados al 100%, están resultando eficaces en el doble objetivo de aumentar la implicación de los varones en los cuidados y de reducir el sesgo laboral de género, como lo pone de manifiesto la reciente experiencia islandesa.

Medidas que promueven la igualdad de género al reducir los costes de oportunidad asociados al hecho de tener descendencia. Como lo hacen las escuelas infantiles de 0 a 3 años. Que no sólo no cuentan con el suficiente apoyo de las administraciones públicas como establece la ley, sino que forman parte de la política de recortes llevadas a cabo.

En el estudio de referencia se señala que “la natalidad tiende a ser más elevada en aquellas sociedades (...) donde los costes y el cuidado de los niños son compartidos entre la familia y el Estado, y donde la igualdad de género contribuye a hacer posible la conciliación de la vida laboral con la familiar”. Las investigaciones han destacado, además de la dimensión de la organización del trabajo y la disponibilidad de servicios públicos, que “las relaciones de género también son cruciales, ya que influyen en el grado en que se acepta socialmente que las madres con niños pequeños trabajen y que los padres participen en el cuidado de los hijos y en las tareas domésticas”. En esta investigación se señala que hay una serie de estudios que prestan apoyo empírico a esta afirmación, y que se ha demostrado que una contribución más equitativa de los padres a las tareas domésticas y al cuidado de los hijos e hijas tiene una influencia positiva en la fecundidad.

Los planteamientos aquí recogidos no parecen ser los del Plan Integral para la Familia 2014 que está elaborando el Gobierno, mediante el cual se pretende “recuperar la importancia de la familia extensa” y aplicar la “perspectiva de familia” para aumentar la natalidad. Cabe añadir que conceptualmente la "perspectiva de familia", que encontramos en el entorno de la Iglesia católica e instituciones y medios afines, pretende básicamente contraponerse a la “perspectiva de género”.

No conocemos todavía cómo va a materializarse este Plan (a pesar de que Moncloa nos comunicaba en abril “que está previsto que se apruebe en las próximas semanas”), pero parece incidir en lo contrario a lo que recomiendan las investigaciones en la materia.

Por tanto, condiciones de trabajo, horarios racionales, políticas públicas y red estatal de cuidados, escuelas públicas de 0 a 3, permisos iguales e intransferibles. Igualdad entre mujeres y hombres. Plantearse el análisis marco de la cuestión de la natalidad bajo estas premisas (y no llegar a conclusiones tan disparatadas como que una ley restrictiva del aborto redundaría en aumentar el índice de natalidad) podrá invertir la tendencia. Mientras, solo caminamos firmes hacia el sexto año consecutivo.

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