Calcetines
No sé bien en qué momento mi lavadora empezó a comportarse con la donosura de un jazz maníaco, como un Charlie Parker mecánico dando vueltas y vueltas y retumbando como una camioneta por un camino de baches. Pasé tiempo pensando que si Schrödinger hubiera tenido este modelo no habría metido a su gato en ninguna caja. Yo, que un rato antes había dispuesto el jabón y el suavizante en su cajetilla mínima y casi ceremonial, había ido avanzando en la coreografía con la soltura de un equilibrista lituano: acercarme a la máquina, abrir la portezuela redonda como un ojo sorprendido, echar la ropa que antes estaba regada por el suelo y darle al botón de encendido con un leve movimiento de muñeca, cerrar la puertecilla con la cadera como si fuera un tango que se evapora en una playa vacía y dejar que el humo de un pitillo que sostengo con los labios me empape los ojos de lágrimas; atravesar la cocina, saludar al gato y esperar las dos horas y quince minutos que dura el programa leyendo un libro o molestando a los vecinos con la máquina de escribir y encontrando una mariposa de tinta que se escapa en diagonal.
Pero pasa, ¡ay!, que entre tanto calcetín blanco, entre tanta camiseta medio desteñida y esos pantalones en franco proceso de rendición ante el tiempo, siempre falta algo o sobra algo; algo se transfigura en el mundo cada vez que enciendo ese cosmos giratorio. Un calcetín izquierdo sin su par derecho –habráse visto–, un intruso ajeno en mi armario, otro ausente que quizá hacía rato había tomado las de Villadiego hacia alguna dimensión desconocida en el que las piezas de mi ropa perdidas formasen constelaciones improbables, desparejas y riéndose del orden textil que nosotros consideramos natural. Algo debía pasar entre detergente y centrifugado para que se abran portales a un país de huérfanos con olor a lavanda. A veces me pregunto si todos esos calcetines que se me pierden andan por ahí, al otro lado de la realidad, reunidos en parejas incestuosas y antiestéticas; dando tumbos por un limbo de algodón y poliéster, todavía mojados y confusos, deseando volver a casa.
Si Schrödinger hubiera tenido mi lavadora habría añadido una tercera variable: el gato puede estar vivo, muerto o, de hecho, dejar de estar; es posible que apareciese justo detrás de ti o en el cajón de los calcetines de tu compañero de piso; y de hecho uno ya no sabe si habla del gato de Schrödinger o del suyo propio, o de un par de calcetines o de las cosas que perdemos o nos dejamos sin querer mientras hacemos lo que tenemos que hacer; nada más triste que un escritor ahogado en su propia metáfora.
Claro que, el otro día, mientras salía de la cocina con la determinación de flâneur de media tarde, descubrí a Hanso, nuestro gato, arrastrando un calcetín negro por el pasillo con la dignidad sombría de un vampiro de algodón. No reparé en ello hasta el punto en que casi lo saludo al cruzarme con él. Pero me di la vuelta y él, al darse cuenta, echó a correr por el pasillo. Por suerte el gato está gordo como un pecado mortal y no me costó seguir su rastro; bajo una de las camas esconde un pequeño botín de calcetines solteros, calzoncillos desplazados, y camisetas de vete a saber quién a estas alturas. A partir de ese instante se me acabaron las explicaciones cuánticas, las piruetas mentales y las especulaciones contubérnicas girando en torno al tambor de la lavadora. El misterio de Schrödinger se deshizo entre las fauces de un gato viejo, gordo y holgazán.
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