Dice la vicepresidenta primera del Gobierno, Nadia Calviño, que es el momento de “revisar” el impuesto extraordinario a la banca. El argumento de la también ministra de Economía es que ese gravamen se introdujo en una coyuntura en que la banca se estaba poniendo las botas gracias a los elevados tipos de interés, pero el escenario ya no es el mismo pues las previsiones apuntan a un descenso de los tipos. “Las circunstancias han cambiado”, ha dicho Calviño.
El impuesto fue establecido a finales del año pasado y se presentó desde el Gobierno casi como una batalla heroica del progresismo contra los grandes poderes económicos con el fin de trasladar un mordisco de sus obscenos beneficios a una ciudadanía con crecientes dificultades para llegar a fin de mes. Los bancos y las compañías energéticas –también incluidas en el impuesto– montaron en cólera. Algunas promovieron recursos ante los tribunales frente a una medida que consideran inconstitucional. En su iracundia los acompañaron los partidos de la derecha y la extrema derecha y su constelación de medios de comunicación amigos, para los que imponer un tributo temporal a las empresas más poderosas del país en momentos de serias dificultades para buena parte de la sociedad es poco menos que una asonada bolchevique.
Desde el primer momento el Gobierno dejó claro que sería eso: un impuesto temporal. Lo que muchos no sospechábamos es que fuese a ser tan temporal. La criatura no tiene ni siquiera un año de vida y ya se la quieren cargar. O mutilar. Ya no hay que molestar más a los bancos y a las energéticas. Los primeros, pobres, van a sufrir en sus cuentas de resultados el impacto del descenso de los tipos de interés. Las segundas necesitarán mucho dinero para sus planes de transformación y al parecer no les quedará calderilla para seguir aportando a las políticas sociales. Jugar a los revolucionarios fue bonito mientras duró. Pero yo, que soy un poco más de letras que de números, hay algo que no entiendo: en los primeros nueve meses de 2023, los bancos cotizados –Santander, BBVA, CaixaBank, Sabadell, Bankinter y Unicaja– obtuvieron unos beneficios de 19.761 millones de euros, un 23,6% más que en el mismo periodo del ejercicio anterior, y eso que en 2023 han pagado unos 1.200 millones por el infame impuesto extraordinario. Entonces, ¿por qué estas prisas de la vicepresidenta primera por revisar el tributo? ¿Han cambiado acaso las circunstancias para millones de españoles que hacen un esfuerzo sobrehumano para pagar la cesta de la compra? ¿O para los jóvenes que no vislumbran en el horizonte la posibilidad de tener un empleo estable, acceso a una vivienda y emanciparse?
Soy muy consciente de que el tema de la banca se presta para discursos demagógicos, pero evitar caer en ellos no debe impedirnos hacer preguntas elementales. Sobre todo si recordamos que los españoles sufragamos de nuestros bolsillos un rescate de 70.000 millones de euros a los bancos, asumiendo colectivamente el pago de sus inmuebles inservibles mediante la creación de la Sareb, uno de los mayores fraudes financieros de la historia del país. Con estos antecedentes, ¿es mucho pedir que se mantenga –incluso que se suba– un impuesto que no ha impedido a la banca aumentar sus beneficios en un porcentaje que jamás soñarían las pequeñas y medianas empresas o millones de hogares españoles (que en últimas no dejan también de ser empresas)?
Hace bien la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, en recordar un principio tan básico como que, en una sociedad que aspira a reducir las desigualdades, los que más ganan, más deben aportar, sobre todo en coyunturas difíciles como la actual. El acuerdo de Gobierno entre el PSOE y Sumar que ha facilitado la investidura de Pedro Sánchez contempla la “revisión” del impuesto extraordinario cuando finalice su vigencia de un año, pero esa revisión no implica necesariamente recortarlo o eliminarlo. También puede mantenerlo tal cual está, aunque las palabras de Calviño parecen descartar esta opción. No es la primera vez que las dos vicepresidentas chocan por asuntos económicos. Hay quienes sostienen que en esos enfrentamientos subyace cierta rivalidad personal. Sin embargo, y sin que contradiga lo anterior, Calviño y Díaz representan posiciones ideológicas diferentes y encabezan dos carteras en las que la realidad se observa desde muy distintas perspectivas.
Prolongar la vigencia del impuesto es importante no solo por los cerca de 2.900 millones de euros que bancos y energéticas sumados aportan a las arcas públicas, sino también por su valor simbólico. España, como la mayoría de países del mundo, no ha salido ilesa de más de cuatro décadas de neoliberalismo. Las desigualdades se han acentuado a lo largo del tiempo, y son muchos los ciudadanos que se sienten abandonados por un sistema en el que los gobiernos tienen cada vez menos margen de acción. Esa sensación de incertidumbre y zozobra es el caldo de cultivo de la extrema derecha para captar fieles. En este escenario, los partidos progresistas deben enviar señales claras de que aún quedan espacios de maniobra en el terreno económico, aunque puedan parecer a algunos meros retoques cosméticos en comparación con las grandes revoluciones que se prometían en los años 60 y 70. Las medidas tomadas con motivo de la pandemia son buenos ejemplos de ello. Revisar a la baja, o quitar, el impuesto extraordinario a la banca y las energéticas sería en este momento un pésimo mensaje a quienes, contra viento y marea, quieren seguir creyendo en el valor de la política progresista.