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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Camarón y los derechos de autor

Los artistas mueren dos veces. La primera vez lo hacen de manera biológica, como todo mortal que se precie. La segunda muerte resulta aún más triste, si cabe, pues aparece cuando los artistas son olvidados por su público y eso quiere decir que es para siempre.

Por lo dicho, muy pocos artistas han muerto solo la primera vez y José Monge Cruz, el Camarón de la Isla, es uno de esos pocos artistas. La prueba de ello es que hoy, 25 años después de fallecer en Badalona, sus seguidores nacen a cada rato. De manera ejemplar, el público camaronero se va ampliando día tras día y no existe día sin noche que alguien no cante por Camarón, haciendo de su estilo un palo flamenco. No resulta descabellado afirmar que se canta por Camarón de igual manera que se canta por bulerías, por soleá, por mineras o por fandangos. A Camarón se le imita hasta en los andares.

Con todo, desde que murió Camarón hasta hoy, no ha nacido alguien que cante igual de diferente. Porque José Monge Cruz fue artista único en lo suyo. Había que haberlo visto cómo se sentaba al borde de la silla y dejaba caer su cante; arrastrándolo primero para luego subirlo hasta romperse. Los que tuvimos la suerte de seguirlo por los festivales, experimentamos la verdadera catarsis, esa purificación del ánimo que solo se da cuando un artista se expresa en su concepción más trágica. Porque en el principio no fue el Verbo, sino el quejido y Camarón conseguía llevarnos hasta lo más remoto, a los orígenes inciertos de nuestra alma, sumergiéndonos en el barro ciego de la Historia.

Por decirlo de una manera que todos entendamos, después de asistir a un concierto de Camarón, uno salía hecho mejor persona. En definitiva, de eso trata la percepción del arte, el verdadero alimento del espíritu cuando late desde lo más hondo, desde su raíz moral. Hay que añadir que sin raíz moral, no hay expresión artística que se precie aunque la industria cultural se empeñe en hacernos creer lo contrario y aquí conviene hacer una parada para poner de manifiesto ciertos valores críticos en el escenario social en el que Camarón se desenvolvió.

Porque tener cultura no es otra cosa que tener conciencia crítica, autónoma, quiero decir independiente pero con igual parte de razón que de corazón, algo que siempre ha quedado muy lejos de los distintos ministros –y ministras– de cultura que hemos padecido. Camarón de la Isla murió sin cobrar un puñetero derecho de autor y al día de hoy, sus herederos siguen luchando para conseguir lo que por ley natural les pertenece. Su viuda, Dolores Montoya, “la Chispa” es ejemplo de mujer luchadora que lleva 25 años bregando con las sombras del poder para conseguir lo que en cualquier sociedad justa sería lo justo: cobrar los derechos de autor que su marido sigue generando después de muerto.

Pero claro, en este país donde la palabra “cultura” es una palabra cuchara que vale para todas las sopas, la verdadera cultura sigue enfrentada a un horizonte oscuro donde los herederos de Camarón se tienen que inventar la vida para poder seguir comiendo mientras los corbatillas que manejan el cotarro cultural y la gestión de los derechos de autor ventosean después de pegarse copiosas comidas sin saber afinar una nota en la escala melódica. Esto es algo que da verdadera lache, palabra de origen caló que viene a significar vergüenza.

Uno de los jinetes de la poca lache –que no el único– ha sido Eduardo Bautista, alias Teddy, al que hace ya media docena de años vimos aparecer en los noticieros con todo el aspecto de haber sido paseado por la quilla de un barco pirata. Recordemos que su imagen, tras dormir en el calabozo, era la viva imagen de un hombre derrotado cuya cara había adquirido la cualidad mórbida de una zanahoria usada. En aquellos momentos recibía su parte del trato pues ya se sabe que pactar con el poder es lo más parecido a pactar con el mismísimo Diablo. A Teddy se le acusaba de administración fraudulenta y delito societario, trapis permitidos por los distintos ministerios de cultura que habían ido alternándose a lo largo de la llamada Transición y que bendijeron la política de gestión de derechos de autor que él mismo venía desempeñando de manera vitalicia desde su poltrona de la Sociedad General de Autores y Editores, privatizando pentagramas para desviar beneficios a cambio de favores. Hasta el momento de ser detenido, Bautista había sido protagonista indiscutible de la historia sonora de la Transición, repartiendo beneficios entre una casta de privilegiados.

Para entendernos, Bautista fue una especie de ministro en las sombras y tal vez por eso siempre pensó que poseía una impunidad perpetua. Lo que sucede es que toda realidad que se ignora prepara su venganza y Teddy ignoró la suya propia, la que presenta al poder como una máscara que esconde múltiples rostros incluido el rostro del Diablo.

Pero no me quiero despistar, tan solo vine a decir que cuando murió Camarón, el citado Teddy Bautista miró para otro lado, como si su responsabilidad con los herederos del artista fuese de otros. Teddy Bautista, lejos de arbitrar y de aprovechar la macabra oportunidad que la triste historia de España le brindaba, mantuvo silencio ante la herencia de Camarón en lo que a derechos de autor se refiere. Porque en la SGAE ya se sabe, las decisiones se transforman mediante convenios y ceremonias que no son más que actos de sumisión para que impere la verticalidad en las estructuras rígidas del poder. La SGAE, tal y como revelan las noticias de última hora, no es una sociedad de gestión de derechos, sino una hermandad de pícaros heredera de la Garduña sevillana pero con menos arte, no sé si me explico.

Lo sucedido con los derechos de Camarón suele pasar cuando se confunde el máximo derecho con la imposición de la mínima justicia y no es justo que, al día de hoy, la familia de José Monge Cruz siga sin recibir los derechos de autor que su obra sigue generando. El argumento al que se aferran los gestores de nuestra cultura es tan pobre como el argumento de una peli porno, valga la comparación, pues resulta obsceno mostrar unos papeles donde José Monge Cruz no figura como autor de una obra que, por otro lado, genera derechos de autor a una editora musical. Llegados a este punto, se alcanza la conclusión de que en este país sale mejor ser persona jurídica que persona física, sobre todo si la persona física se dedica al arte. Toda una paradoja.

Para que no queden dudas sobre este tema, hay que aclarar que Camarón de la Isla fue un revolucionario, un artista que, lejos de interpretar las canciones populares y de dominio público, transformó el espacio sonoro, creando nuevas maneras de expresión. Aunque solo fuera por este detalle, bien estaría revisar la propiedad intelectual de este país donde a sus mandamases se les llena la boca cada vez que sacan a relucir la palabra “cultura” y luego callan cuando toca hablar de los derechos de autor de un artista de talla como Camarón de la Isla.

De esta manera tan despreciable, la palabra cultura dicha desde arriba, nos obliga a echarnos mano a la cartera para asegurarnos de que la cartera sigue en su sitio. Se necesita una catarsis cultural que nos libere, no ya de los recuerdos pero sí del parasitaje de las instituciones culturales que permiten que lo sucedido con Camarón de la Isla sea algo de lo más normal. El vacío cultural que dejan las instituciones culturales de este país nos lleva a escuchar la palabra “cultura” como una estafa. Valga el juego de palabras para decir que tal asunto da verdadera lache sobre todo porque si hay un artista que sigue generando derechos de autor después de fallecer, ese es José Monge Cruz, el Camarón de la Isla.