Tenemos que cambiar la ley del aborto
La reciente aprobación del pin parental en Murcia por parte de las derechas ha puesto sobre la mesa el debate acerca del derecho (o del poder) de los padres sobre sus hijos. ¿Cómo y hasta dónde pueden los padres tomar decisiones por sus hijos? Pablo Casado defendió el veto parental afirmando “mis hijos son míos”, pero frente a esta antigua y patriarcal concepción de la “patria potestad”, mucha gente ha salido a recordar –incluyendo para ello hasta citas del Papa– que los niños y niñas son sujetos de derecho y no propiedad de sus padres. Este pretendido derecho irrestricto de los padres para decidir sobre la vida de sus hijos producía hasta hace bien poco algunos efectos escandalosos que hemos conseguido corregir.
Muchos niños y niñas afectados por la violencia machista que vivían en casa no podían ser atendidos psicológicamente porque necesitaban la firma de sus dos tutores legales, incluyendo el consentimiento de un progenitor inmerso en una causa penal por malos tratos o abuso sexual o incluso condenado por ello. Expertas en la atención directa de mujeres víctimas de violencia y que prestan tratamiento psicológico –muchas de ellas denunciadas por progenitores por atender a sus hijos– reclamaron una modificación del Código Civil y en 2018, en el marco del Pacto de Estado contra la violencia de género, el Gobierno aprobó una reforma para que la atención y asistencia psicológica dejara de estar entre los actos que requieren incondicionalmente el consentimiento paterno mientras se mantenga la patria potestad.
Esta concepción acerca de la incondicionalidad del poder de los padres sobre sus hijos llevó también al PP a cambiar la ley del aborto en el año 2015. Alberto Ruiz-Gallardón aspiraba a una reforma muy restrictiva que el movimiento feminista consiguió detener y que acabó con su propia dimisión pero, a pesar del fracaso, el Partido Popular tenía que contentar con algo a sus votantes más reaccionarios y cambió lo que parecía más asumible cambiar: recuperar el poder de los progenitores para consentir o impedir el aborto de las mujeres de dieciséis y diecisiete años. Desde 2010, estas menores, si querían interrumpir su embarazo, tenían el deber de informar a sus tutores, pero podían acogerse excepcionalmente a la posibilidad de no comunicarlo a sus padres si justificaban que eso podría suponer poner en riesgo su decisión. En 2015 eso cambió.
La mayoría de las comunidades autónomas pedían a las chicas venir acompañadas por, al menos, uno de sus padres y algunos gobiernos regionales, como es el caso de Madrid, exigían el consentimiento de ambos progenitores siempre que mantuvieran la patria potestad, produciendo verdaderos efectos rocambolescos. En Madrid, las funcionarias de la Consejería de Sanidad han estado pidiendo a algunas madres acompañantes que vinieran acompañadas también del padre, así estuviera imputado en una causa por violencia de género, tuviera una orden de alejamiento o no compartiera la custodia. Se ha retrasado o impedido el aborto de menores cuyos padres vivían en el extranjero y con los que no había ninguna relación y se llegó a dar el caso de una chica que conoció por primera vez a uno de sus progenitores, con el que nunca convivió, en una clínica de aborto madrileña.
Estas derivas surrealistas de la aplicación madrileña de la ley del PP, que son posibles porque el texto de la ley vigente es ciertamente ambiguo en su redacción, son el ejemplo más extremo de una concepción sobre la potestad de los padres profundamente equivocada y lesiva para los hijos e hijas. Durante los años en los que las menores han podido acogerse a la excepción de no informar a sus familias, solo las que realmente lo necesitaban se acogieron a esta opción. Según todos los datos que tenemos, como por ejemplo los de ACAI (Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del embarazo), el 90% de las chicas jóvenes informaban a sus padres y eran acompañadas por ellos durante el proceso. Solo un 10% de mujeres jóvenes no quería informar a sus familias, entre las que se encontraban menores en familias desestructuradas y en situaciones de semi-abandono o menores en familias con violencia machista o que han sufrido incluso violencia sexual en el entorno familiar. La reforma del PP ha supuesto dejar a su suerte, desatendidas y abandonadas, justamente a las menores más vulnerables y que más necesitan el amparo de las instituciones frente al desamparo de sus familias.
Hace poco conocimos un caso dramático que no ha ocurrido en un lejano país teocrático anclado en el subdesarrollo, ha ocurrido en nuestro país, concretamente en Cataluña. Una pareja de chicos jóvenes ocultaron un embarazo, se escondieron en un motel para que nadie se enterara del parto y el chaval acabó arrojando al río Besòs al bebé recién nacido mientras la chica volvía a casa con sus padres pensando que su novio lo dejaría en un recurso de acogida. Esa menor fue a pedir ayuda para abortar pero le dijeron que estaba obligada a contar con el consentimiento paterno para ello. Lo que debemos preguntarnos –y lo que daba sentido a la ley del aborto aprobada en 2010– es qué tipo de entorno familiar tiene una chica de dieciséis años que, antes de informar a sus padres, se oculta de su familia durante nueve meses y se ve embarcada no ya en un aborto de riesgo, sino incluso en un embarazo de riesgo y un parto de riesgo.
Tenemos un nuevo Gobierno y uno de sus retos es dejar atrás esa concepción patriarcal de la patria potestad, tan propia de las derechas, por la cual los hijos, como dice Pablo Casado, son de sus padres. Patriarcal hacia los hijos y patriarcal hacia las mujeres. Porque más allá de que la actual legislación del aborto esté dejando abandonadas a muchas menores vulnerables supone, como siempre, una inaceptable infantilización de las mujeres. En España hay muchas chicas de dieciséis y diecisiete años que no viven con sus progenitores o con adultos que las mantengan, menores que trabajan y se han emancipado o mujeres migrantes que viven solas. Y es que en nuestro país las mujeres a partir de los dieciséis años son consideradas legalmente adultas para trabajar, casarse o tener hijos y cuidarlos. Decía Olympe de Gouges que si las mujeres éramos responsables para subir al cadalso, teníamos que serlo para poder subir a la tribuna. Hoy nos toca decir que si las mujeres somos mayores para ser madres, también somos mayores para decidir si queremos serlo. Los hijos no son propiedad de sus padres y las mujeres llevamos ya mucho sufriendo los estragos de una derecha que considera a las mujeres ante todo hijas y eternamente hijas. Tenemos que cambiar la ley del aborto.
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