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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Cambiar la mirada

La erizada y gruesa piel del brazo.

Llena de pelos. La piel fina de las ingles.

El roce de la goma de las bragas: la piel roja.

El pubis negro, oscuro, poblado, una selva negra tupida en la que hundir los dedos.

La piel seca de las piernas.

Las rodillas y los codos.

Los codos rugosos y oscuros.

Los codos rugosos y oscuros llenos de costras. 

Una mujer está desnuda delante de un espejo. Se mira de reojo. O no se mira. Es incapaz de desnudarse ante sí misma con la única intención de desnudarse ante sí misma. Incapaz de enfrentarse a su reflejo sin haberse puesto antes unas bragas y una camiseta. Es una mujer cualquiera que habita un contexto que le dice claramente cuál es el lugar que ocupa. Si amas tu prisión te sentirás realizada en la vida [1]. Una mujer que sabe perfectamente cómo funciona el deseo masculino porque ha leído sobre él y  lo ha visto en películas, pero que no sabe absolutamente nada sobre el deseo del género al que pertenece. Puta. Así es cómo este contexto vuelve a colocarnos en nuestro sitio. Nosotras somos la alteridad, el objeto que sólo ha de pensar para poder parecerse al de la valla publicitaria, al de la revista, al del porno no hirsuto dirigido por hombres: marchitará la rosa el viento helado [2]. Nuestra piel. Suave en los brazos. En las ingles. En el pubis. En las rodillas y en los codos. Coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto antes que el viento airado cubra de nieve la hermosa cumbre. Nuestra piel siempre joven para ellos. 

La italiana Dacia Maraini habla de cómo nuestros cuerpos, derechos y maternidades, son el campo de batalla donde el patriarcado despliega toda su artillería. Adrienne Rich habla del cuerpo de la mujer como algo impuro y corrupto que amenaza a la masculinidad: algo que desea y es diabólico y sangra y se corre. Y lo enfrenta al cuerpo del único otro tipo de mujer que el patriarcado concibe: el de la pura, asexuada y sagrada. El de la virgen. Nos enfrenta a nosotras mismas, nos manipula, nos llena de frustraciones, nos somete. Y no nos permite mirar con gusto nuestro propio reflejo. 

Imaginad ahora ese paso del tiempo unido a las huellas que deja la gestación y el parto. Aquello con lo que era tan difícil convivir -el cuerpo- deja de ser únicamente el propio. La maternidad, tal y como está concebida por el patriarcado, no es más condición humana de lo que lo son la violencia carnal, la prostitución y la esclavitud, dice Adrienne Rich. ¿Qué sucede cuando tu cuerpo no te pertenece? Las caderas se ensanchan, los pechos se endurecen, los muslos se inflan y bailan. Las náuseas. Los mareos. El vómito. El cuerpo de una que es el lugar de otra. De la extraña. De los pocos milímetros de una vida ajena que deciden sobre la propia. Cuando tu cuerpo no te pertenece todavía es más difícil abrazarlo. 

Hay que cambiar la mirada. 

Eso es lo que hace Montse Mármol. Se observa, atrapa las formas, y nos cuenta su historia. Y con su historia narra la de tantas otras. Sus imágenes contienen su experiencia hasta el final: es la única manera de no contribuir a oscurecer la realidad de las mujeres, el único modo de apartarse del lado de la dominación masculina del mundo [3]. Contemplad la obra de Màrmol. Volcad vuestra mirada en el despliegue de maternidades que registra con su mirada cambiada, un catálogo de cuerpos que durante siglos han sido lugares llenos de violencias y que ella rescata gloriosos, exuberantes, rebosantes de deseo. 

La historia la cuentan los vencedores y las mujeres aún no han aprendido a contar la suya, nos dice Maraini. Pero antes o después lo conseguirán -en eso está Montse Mármol- y eso las hará sentirse orgullosas de su propio sexo.

[1] Dacia Maraini

[2] Garcilaso de la Vega

[3] Annie Ernaux