“Una cosa es que la judicatura mantenga a los gobiernos dentro de sus competencias legales y otra es que burle las leyes parlamentarias que no le gustan o que revise decisiones políticas”
Lord Jonathan Sumption, magistrado del Tribuna Supremo británico
Que Juan Carlos Campo es un viejo zorro no lo dudaron nunca sus pares y tampoco lo hacen ahora cuando se reúnen con él por primera vez como flamante ministro de Justicia. La reunión a la que fueron convocados esta pasada semana los representantes de las asociaciones profesionales de jueces y fiscales no pudo transcurrir de forma más plácida y no ha podido obtener valoraciones más calmadas que las que ha tenido. Campo ha saltado al terreno de juego y de momento ha obtenido un tiempo muerto que él sabrá de seguro entretener en lo sustancial, mientras emprende la tarea más urgente que tiene ahora entre manos y que no es otra que la renovación del CGPJ.
Con unas bazas muy restringidas, ha conseguido el nuevo ministro no solo aplacar los ánimos, sino que quede claro que todas las asociaciones judiciales, menos los outsiders de Foro, están de acuerdo en que, sin dejar de lado a largo plazo su reivindicación de cambiar el sistema de elección, están dispuestas a aceptar que lo más urgente ahora es renovar ese órgano y que eso solo puede hacerse con la legislación actual, es decir, con el plácet del Parlamento a los candidatos y no de forma directa por parte de los jueces. Puede así empezar a rodar el balón del nuevo pacto que, ahora sí, solo estaría detenido por decisión política del Partido Popular, dado que los mismos profesionales han aceptado que no se puede hacer ahora mismo otra cosa y que, ¡qué narices!, hay gente esperando para llegar a esas plazas.
Digo con unas bazas muy restringidas porque, sin Presupuestos Generales, ha hecho algo que cualquier político maneja bien: lanzar la pelota de los proyectos al futuro poniéndoles nombre –en este caso Plan Justicia 2030– y prometer a los implicados que se les tendrá muy en cuenta, se contará con ellos, se aceptarán sugerencias y se agradecerán aportaciones. Digamos que todavía se ha guardado en el tintero la consabida comisión que siempre suele apañar bastante estas cosas. Maneras políticas no le faltan al señor Campo, y probablemente sea esto lo que ha llevado a auparlo al lugar que ocupaba Delgado, que, paradójica y contrariamente a lo que le acusan, tiene muy poco de política en muchos sentidos.
Bienvenida la calma chicha a las relaciones de los jueces y fiscales con Justicia. Parece que solo necesitaban para ello tener al frente de la cartera a un viejo conocido del establishment del poder, que les merece el suficiente respeto como para no tentarle la paciencia de primeras. Esto del reconocimiento del poder no es cosa menor. Desde luego nada que ver con la virulencia con la que se enfrentaron a Dolores Delgado nada más llegar esta al Ministerio y con la huelga que le hicieron ni medio año después de haber tomado posesión. ¿Por qué a ella se le encalabrinaron y a Campo no? No falta quien reconozca, de entre ellos, que el nuevo ministro viene curtido de mil batallas en el poder, que ha sido vocal de un CGPJ que también estuvo dos años prorrogado, que fue secretario de Estado y luego manejó un grupo parlamentario, o sea, que ha catado el poder de todos los sabores y que no es un profesional de trinchera propulsado al cargo. Aquí ya no cabe tanto pensar “¿y por qué ella y no yo?”, como hacían tantos, porque el nuevo ministro forma parte del paisaje del poder. Así que ya tienen a un señor perfectamente reconocido como parte del estándar y eso parece calmar muchas escoceduras o imponer más respeto, o temor.
Otra de las cuestiones que demuestra esta tregua compartida hacia el nuevo ministro, incluso de los que más lejos están de sus posiciones, tiene que ver con la realidad del poder en España y es que es algo que siempre pivota entre las mismas gentes, que van y vienen, que admite pocos recién llegados y estos deben convertirse, si quieren sobrevivir, en parte del power system con rapidez. Fíjense si esto es así, en el caso de la Justicia tanto o más que en otros, que las personas de las que les hablo en casi todas las columnas son las mismas que conocí hace más de un cuarto de siglo y ahí siguen en la pista.
Así que mientras Campo les envía un cuestionario para conocer sus proyectos y les pide un listado de temas estratégicos con los que llenar sucesivas reuniones, hemos de suponer que tiene el ojo de halcón posado sobre esa renovación del CGPJ que no se produjo, no porque su antecesora no hiciera su trabajo, sino porque desde el mismo entorno del Partido Popular se hizo saltar el acuerdo por los aires para conseguir lo que han tenido, o sea, decenas de nombramientos realizados como si siguieran teniendo mayoría absoluta.
No es probable que esto se desencalle hasta después de las elecciones autonómicas y, entre tanto, habría que decidir si los candidatos que resultaron avalados en 2018, con otras cámaras y con la ley Gallardón aún vigente, pueden seguir siendo los mismos o si es preciso repetir el procedimiento de selección de aquellos que deberán ser refrendados por el Parlamento. Después se verán las caras para pactar Juan Carlos Campo y Enrique López, que tantas comisiones y reuniones y plenos vivieron ya juntos, es decir, que se tienen tomada ya perfectamente la medida.
En la reunión informal, lo primero era conocerse y, para decepción de algunos, ninguna asociación, ni judicial ni fiscal, le preguntó al ministro por los temas estrella de la oposición política. No se habló del nombramiento de la fiscal general del Estado ni se pidieron cuentas sobre la reforma del Código Penal, que afectará a la sedición, entre otros delitos. Algunos partidos deberían tomar nota y convencerse de que, ahora mismo, las asociaciones que agrupan a la mayoría de los jueces y fiscales lo que tienen claro es que no se puede seguir sin renovar los órganos constitucionales. No es posible ya seguir haciendo el tapón en nombre de los propios jueces como ha argumentado tantas veces el PP.
Entre tanto, Campo sabe, como el resto del Gobierno, que la oposición va a intentar jugar una parte sustancial de su partida de forma arbitraria y temeraria en los tribunales. Ahora mismo ya hay querellas rocambolescas presentadas contra los ministros Ábalos, Celaá y Marlaska y esta nómina puede seguir creciendo a ritmo desenfrenado ahora que existen nuevos procesos electorales en el horizonte.
Sería cuestión de que los propios jueces frenaran ese dislate sin ninguna concesión a la galería de los titulares y las declaraciones televisivas. Observar que no hay soldados para esa guerra espuria sería también una forma de limpiar el campo y creo que los jueces decentes deberían plantearse ya señalar con el dedo a los que se presten al juego pensando luego en marcar sus propios goles. Porque los jueces no deben ocupar el espacio de la política y porque en los asuntos públicos a veces es precisa la opacidad, los rodeos y hasta la incoherencia que puedan traer compromisos que son necesarios para vivir en paz. Eso jamás vendrá de la Justicia que tiene otras misiones.