Canción de fuego y hielo
Viene y me dice, mamá, ¿sabes qué dicen por ahí? Que este será el verano más frío de lo que nos queda de vida. Me cuesta pensar en algo como el frío ahora mismo. Necesito tener un hielo apretado en la mano y otro debajo de la lengua para no sentirlo como entelequia. ¿Qué era el frío? ¿Alguna vez nos atravesó? ¿En serio? A mi cabeza arrinconada por los 41 grados le toma unos segundos más de lo normal entender la paradoja. Estoy muriendo de calor. Soy un hámster yendo de la rueda al bebedero y del bebedero a la rueda. Todos lo somos. Y el mundo es una hamstera sucia, rodeada de fuego, que nadie viene a limpiar.
No puedo pensar, no puedo sentir, no puedo hacer nada con el calor. Por las noches me despierto por el calor, por la culpa y me doy un baño de manguera en el patio a las 3 de la mañana. El sexo ni me lo planteo. A esa hora hablo con las plantas sobre el calentamiento global. Vuelvo a la cama, sin secarme, como un pan vuelve al horno, y veo cómo las gotas de agua se evaporan en segundos sobre mi piel. Me tiendo debajo del ventilador. Podría casarme con él, su manera de girar, lenta pero eficaz, su ruido sutil cuando me sopla la tibieza del aire a la cara, lo hacen tan sexy a esta hora. Ni pienso en encender el aire acondicionado, me duelen los bolsillos de pensarlo. En Carabanchel hay diez grados más de calor que en el barrio de Salamanca. El calor es clasista. El frío, también.
Mi gato está loco. Y yo cada vez me parezco más a él, porque no duermo de noche sino de día. Corre como un poseso de un extremo a otro de la casa. Imagina que está en la jungla. Como nosotros imaginamos que el mundo no se va a acabar. Las ficciones nos ayudan a soportar la vida. Mi gato es mi termostato. Se acurruca como un beduino del desierto debajo de las telas que caen del sofá, debajo de una hamaca enrollada. Lo piso cada dos por tres porque suele, con mucha astucia, extenderse cuan largo es a los pies de las puertas para cazar alguna brisa rastrera y perder pelo. Lo imito, obstruyo todos los accesos de la casa y se me cae algún mechón. La casa está sucia, lo admito, no hay quien limpie con este calor. El riesgo laboral es enorme. En la calle mueren dos trabajadores de la limpieza. Tiene que morir gente para que la empresa elimine el turno de tarde. Cretinos.
Escribo y el C02 sigue emitiéndose imparable por la atmósfera, batiendo récords estamos. Mi novia ve atroces videos de incendios antes de dormirse. Hablamos de que en el futuro solo sobrevivirá gente rica y fascista, flamantes dueños de los recursos naturales. Se irán del norte, donde todo se derrite, donde mueren por cientos de golpe de calor, y se apoderarán de los pocos bosques que dejen los bolsonaros. Terminarán desalojándonos de nuestros sures. Quién querría vivir en un mundo así como esclavo. Nuestras conversaciones cada vez se parecerán más a libros de Ballard. Los casquetes polares derritiéndose mientras tenemos esta conversación, mientras vemos series u oímos podcast de catástrofes climáticas para ponernos a tono con los tiempos. Qué estaremos haciendo el día después de mañana cuando ya no haya un mañana y WALL-E camine sobre las ruinas de lo que fuimos. ¿Le quedará sentido del humor al robot?
Este es el verano más frío del resto de nuestra vida. Que un ser que traje al mundo sin preguntarle si quería, que antes de ser persona fue una idea mía, y que salió de mi cuerpo porque le arrancamos de ahí, tenga que darme las malas noticias es una inmoralidad. Pero no puedo pensar, no puedo sentir, no puedo ni arrepentirme.
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