El modo en que la crisis sistémica del capitalismo se despliega sobre el mundo muestra con claridad la ausencia de un límite que haga barrera a la deriva financiera incontrolada. Nada funciona como punto de amarre; las naciones y sus agrupamientos, las instituciones mundiales, las medidas económicas que pretenden paliar la emergencia de inmediato se reabsorben y se diluyen en los movimientos del mercado. No aparece el lugar desde donde podría operar lo que Lacan denomina el Nombre del Padre y su efecto logrado: el que Lacan llama punto de capitón. (N. de la R.: Lacan toma el concepto de punto de capitón de la tapicería: son esos botones que, generalmente a intervalos regulares, fijan los almohadones y los tapizados, de modo que el relleno no pueda deslizarse y se conserve la forma. En el discurso, el punto de capitón es aquel en que un significante queda abrochado a un significado y se constituye una significación: a partir del punto de capitón, ya no todo puede querer decir cualquier cosa). La hemorragia no se detiene, el efecto de autoridad simbólica que debe acompañar la decisión tomada se destituye con facilidad y el “semblante” del Padre que garantice, al menos coyunturalmente, una sutura en la hemorragia, no termina de emerger.
En suma, la autoridad simbólica, su credibilidad y la posible lectura retroactiva de lo sucedido no encuentran el tiempo ni el lugar para ejercerse de modo eficaz. ¿Se llama a esto “crisis del capitalismo”? Por el contrario, nuestra afirmación es otra: es el propio capitalismo el que es capaz de poner en crisis todas las estructuras que hasta ahora venían simulando su regulación.
En el llamado discurso capitalista, Lacan medita sobre un dispositivo donde el sujeto se ha convertido en un ente que no depende de nada, solo está allí para que se conecten los lugares y, al ser el capitalismo la máquina que conecta todos los lugares, el corte es imposible. Por ello, las autoridades simbólicas se licuan en el circuito de movimiento permanente y circular. La esencia del discurso capitalista es el rechazo de la modalidad de lo imposible. La crisis es la de aquellos organismos e instituciones que administran el capitalismo, al no saber qué hacer con el excedente que siempre sobrevive destruyendo al aparato productivo y se expande como un exceso ingobernable.
El sujeto del discurso capitalista realiza todo el tiempo su propia voluntad de satisfacción, en un circuito que al no estar cortado por ninguna imposibilidad, pues su propósito es que todo lo que es en el mundo se presente como mercancía. Desde esta perspectiva, el discurso capitalista no es una experiencia humana; la experiencia humana brota siempre de un fondo de imposibilidad, su condición primera es la falla, el límite, la castración.
En el discurso capitalista, como en su día en los totalitarismos modernos, se encuentra el proyecto implícito de producir un sujeto nuevo, sin legado histórico ni herencia simbólica. Este sujeto capitalista tributario de nada que no sea colaborar con la voluntad acéfala que realiza, se caracteriza por no tener en cuenta consecuencia alguna. Autopropulsándose desde sí, en principio se presenta sin que se pueda pensar su exterior. Este régimen, inhumano si consideramos que lo humano es hijo incurable de la falla, es humano en tanto la historia de lo humano-occidental y su mundialización han llevado a producir un más allá de su límite, un goce mortífero que excediera a la propia constitución simbólica, aun estando involucrado en la misma.
El discurso capitalista es el dispositivo pertinente para considerar la economía de goce propia de la técnica. Pero para captar el alcance de la homologación entre técnica y discurso capitalista, es necesario en primer lugar establecer la diferencia entre el sentido moderno de la ciencia y lo que aquí llamamos técnica. En uno de sus grandes seminarios, “¿Qué significa pensar?” (1951), Heidegger presenta el siguiente axioma: “La ciencia no piensa”. Este axioma no habla de la ciencia moderna, fundada en Descartes y Galileo, sino que describe una metamorfosis radical, algo que desde el interior de la ciencia moderna rebasa y cancela su límite. Ya no hay más ciencia en el sentido moderno, o la ciencia es lentamente transformada en su espectro técnico.
Heidegger capta el momento histórico de la ciencia moderna: muestra el surgimiento del nihilismo, la época que vuelve todo intercambiable, equivalente, evaluable, calculable. Lacan da un paso más. Al estudiar el modo en que la ciencia es una “ideología de la supresión del sujeto”, se abre a distintas consideraciones epocales sobre los efectos directos, propios de la homogeneización llevada a cabo por el discurso de la ciencia. A saber: el aumento del odio racista, que siempre considera al Otro, o bien como un goce subdesarrollado, o bien como portador de un exceso de goce maligno. Por esta razón, Lacan capta en el campo de concentración el punto de fuga de las sociedades contemporáneas. Lacan anticipa una nueva torsión de la ciencia donde el saber se anuda en la pulsión de muerte.
Fabricación de cadáveres
El campo científico, en su estructura epistemológica, en las construcciones de su objeto, debe presentar un límite relativo al saber que se propone elaborar: cada ciencia es un saber de esto o de aquello. Es precisamente en relación a este límite que el psicoanálisis puede constituir su campo teórico y clínico. El psicoanálisis no es una ciencia, no por un déficit epistemológico, sino porque se ocupa de una materia distinta, que se estructura con la lengua y da lugar al sujeto del inconsciente. El sujeto del inconsciente es un límite interno de la ciencia; se sostiene en un espacio “éxtimo” (exterior e íntimo) en relación a la ciencia. Para que funcionen adecuadamente las estrategias de la ciencia, el sujeto es necesariamente rechazado ciencia moderna existe a condición de que el sujeto del lapsus, del sueño o del fantasma se mantenga en exclusión (interna) respecto del discurso científico.
La técnica, por el contrario, no tiene sujeto. En la técnica, se trata de un ámbito de apropiación de los “saberes de”; una apropiación al servicio de una voluntad que como afirma Heidegger, no puede dominarse ni por “superioridad y soberanía humana” ni por ninguna entidad moral. A la técnica ni siquiera la limita la guerra y su devastación. La técnica es un ámbito de apropiación, que una vez que captura a los saberes de la ciencia moderna, los integra en un nuevo proyecto que se caracteriza por ser capaz de reunir al sujeto cartesiano con la voluntad de poder nietzscheana realizando algo sin precedentes: una voluntad acéfala y sin límite.
La técnica es la introducción de lo ilimitado. La ciencia tiene como límite aquello que necesita excluir para lograr su propia constitución como ámbito; la técnica ni incluye ni excluye, no se refiere a límite alguno. Introduciendo lo ilimitado en la escena del mundo, el mundo se vuelve el lugar donde los saberes y prácticas se convierten en campos de maniobra de la técnica. Como señaló Heidegger en 1938, ya no hay imagen del mundo porque el mundo ha devenido imagen.
Esta metamorfosis de la ciencia, donde lo ilimitado pasó a modular la era de la civilización, tuvo lugar en una determinada secuencia histórica. ¿Cuál fue el primer signo donde la técnica irrumpe en el paisaje histórico de la ciencia moderna? Esta provocación dirigida al ser para que entregue hasta lo más íntimo y nuclear de la propia vida humana tuvo su primera emergencia moderna en la Shoah. O tal, como lo dice Heidegger, siendo él mismo partícipe de la infamia, “la fabricación de cadáveres”. La fabricación de cadáveres, en su planificación burocrática y serial, es la operación a través de la cual la voluntad ilimitada hace su ingreso en el mundo. La expresión “solución final” no expresa un límite: por el contrario, hace referencia al acto que, por su carácter ilimitado, no puede participar de la historia. No se sabe aún si la humanidad podrá reponerse de semejante ingreso de lo ilimitado.
El discurso capitalista, en su homología estructural con la técnica, elimina la distancia entre el sujeto, la verdad, el saber y la producción. La técnica no es un hecho histórico o una secuencia que vendría a continuación de la ciencia, al modo de una consumación macabra de la misma. Es un empuje que impulsa a la ciencia hacia el dispositivo del discurso capitalista. Y, recíprocamente, es la manera en que el capital se apropia para su propio fin del espacio –verdad, sujeto, producción, saber–, destruyendo su límite.
La fuerza material de la técnica se hace sentir en todo su alcance en la mitología científica actual y su campo de maniobras: máquinas militares introducidas en el cerebro, fármacos que destruyen la capacidad intelectual del enemigo, interrogatorios a detenidos con un escáner que puede mostrar la “verdad objetiva” o la “intención implícita no dicha”, prótesis cerebrales que transformarán al soldado en cyborg, interfaz entre cerebro y máquina, conexión de todos los cerebros a un sistema central y corporativo, cerebros estropeados por el estrés, el pánico, la depresión o la hipermotilidad, cerebros atrapados en una red en la que ya no pueden estar a la altura de sus funciones. Tanto la técnica como el discurso capitalista se presentan como un Saber absoluto, como un fin de la historia consumado. Como si el carácter contingente del capitalismo, en su realidad histórica, pudiese ser naturalizado y esencializado de tal modo que ya no sea posible concebir su exterior.
El Occidente desarrollado y Europa en particular se encuentran con su final. Sobre este final, distintos pensadores ensayaron un diagnóstico anticipado. Marx, indicó cómo la lógica del capital y el “fetichismo de la mercancía” iban a producir en la realidad tal dislocamiento que “todo lo sólido se desvanecerá en el aire y se hundirá en las aguas heladas del cálculo egoísta”. Freud mostró cómo la civilización iba a intensificar sus exigencias de renuncia en los sujetos, al servicio voraz de la pulsión de muerte. Heidegger, anunció que la metafísica europea desembocaba en una “objetivación y emplazamiento” de la existencia humana que terminaría uniformizando al mundo como imagen. Lacan, a partir de su teoría del sujeto en relación con lo real, concluyó que el nuevo malestar del capitalismo se definiría como una inédita extensión de la lógica del campo de concentración y por el aumento incesante de nuevas formas de segregación. Marx, Freud, Heidegger y Lacan constituyen otro modo de pensar lo político por fuera de la racionalidad neoliberal que es la metafísica dominante del capital.
Latinoamérica, Grecia y España pueden ser las señales de nuevas prácticas instituyentes que se abran a un modo de pensar lo político, realizando una brecha en la continuidad del discurso capitalista neoliberal.