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Una misma cara (con filtros) para gobernarlas a todas

Una mujer observa un cartel publicitario en Seúl.

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Hace una década todos sabían en Cataluña quiénes eran Joana y Mireia Vilapuig. Joana había protagonizado la popular Polseres Vermelles, la serie de TV3 sobre un grupo de niños hospitalizados. Su hermana Mireia también tuvo un papel en la producción. El parecido entre ambas era más que evidente y llamaba la atención de medios de comunicación y fans de la serie. A Joana la entrevistaban semana sí y semana también y entre las preguntas recurrentes estaban las de “¿te gusta alguien?”, “¿cómo fue darle un beso en la serie?”, “¿te gustó?”, “¿te gustan los besos?”. Joana sonreía tímida y solía responder un “sí” complaciente. Los clips de esas entrevistas y de VHS familiares de su infancia, intercalados con escenas de ficción, son la base de la serie Selftape, coescrita y coprotagonizada por las hermanas Vilapuig, que acaba de estrenarse en Filmin.

Selftape recoge la sexualización aberrante a la que les sometían (y someten) o la sensación de fracaso cuando una década después el trabajo brilla más por su ausencia que presencia. Aparecen las dudas sobre una profesión doliente y a menudo injusta. Pero, sobre todo, retrata la siempre difícil relación entre hermanas separadas por pocos meses, con el extra mediático en su caso. Ahí están todas las pequeñas envidias, las comparaciones, la necesidad inconsciente de superar a la otra, de gustar más y mejor.  

Viendo la serie pensé en lo difícil que hubiese sido ese proceso para Joana y Mireia de haber existido Instagram o Tiktok en su época. Cómo ese deseo de gustar y de superar se hubiese materializado de inmediato en una competición por el número de seguidores y me gusta, en una época vital en la que nada llena más el ego maltrecho que un piropo, por superficial y vacío que este sea. Si ya es duro superar la treintena con Instagram, no imagino cómo será para las chicas y chicos con autoestima prepuberal.

En ese sentido, tal vez una de las características más turbias de este tiempo que nos ha tocado vivir es la homogeneización de los rasgos faciales a través de los filtros de Instagram, Snapchat o Tiktok. Parece que existe un único modelo posible de cara, un molde en el que se concentra todo el ideal de belleza, el dechado Sasha Soul Art del Miguel Ángel milenial. De haberse creado en Instagram stories, el juego Quién es quién ya no existiría porque todos los personajes lucirían iguales. La mayoría de los filtros buscan exactamente lo mismo: una piel sin poros, como si fueses una lactante sietemesina, con facciones angulosas —ergo, delgadísimas—, nariz estrecha y pequeña, labios gruesos y carnosos, ojos grandes coronados por pestañas largas, como de muñeca de cera, casi caricaturescas.

Pero cuando haces un movimiento y se va momentáneamente el filtro de la app te ves retratada en toda tu imperfección. No hay rastro de esa piel impoluta y de esos labios apetecibles, tienes algo de papada, los pómulos más rollizos y tu nariz parece ahora la del señor Potato. Necesitas, urgentemente, unas extensiones de pestañas. “Ponme los labios como en el filtro”, se escucha ya a menudo en clínicas estéticas. Muchos de esos centros tienen doctores convertidos en influencers. Suben a diario los antes y después de las pacientes en sus redes sociales. Y todas esas fotografías de rostros clónicos reciben decenas de comentarios como “Lo necesito”, “¿Precio?”; o el más terrorífico: “Es brutal el cambio, ¡Parece otra!”, como si parecer otra persona fuese una especie de triunfo contemporáneo. Toma, tu medalla de dismorfia. Las clínicas, además, se anuncian antes y después de programas como La isla de las tentaciones, por si la tentación de la cara-molde no fuese suficiente en redes sociales.

Vaya por delante que esto no es un alegato antibótox o anti ácido hialurónico, que cada uno haga con su cara y su cuerpo lo que le apetezca o esté dispuesto a pagar. La cirugía plástica ya no es, además, un proceso tan riesgoso, invasivo y costoso como lo era hace un par de décadas. Ahora te pinchas, sales de la clínica y continúas con tu vida como si nada. Y muchos de los efectos son perfectamente reversibles. Pero es evidente el riesgo de ese ideal trucado generador de complejos, especialmente en determinadas edades.

Porque, ¿cuándo es suficiente el cambio? ¿Cuándo terminas de perseguir la perfección siendo esto un imposible similar a perseguir tu propia sombra? En el fondo está la misma médula espinal de la serie Selftape: una sociedad que nos recompensa, cada vez más, por la juventud y la belleza. Y la desesperación por codificar esa belleza en base a los mismos parámetros conduce a un camino de obsesión y frustración. Son los premios 'Young Beauty' en una gala presentada por ti misma frente a un espejo. Una gala en la que, por supuesto, nunca ganas.

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