Hay gente que va por la vida con la que no es. Listos con cara de tontos, buenos con cara de malos, honrados con cara de licenciosos. Es una anomalía que, en según qué circunstancias, no se crean, puede incluso meterte en problemas. Viendo la serie documental sobre Madeleine McCann de Netflix descubro que un tipo fue declarado sospecho por, básicamente, tener cara de sospechoso.
El análisis de la personalidad a través de los rasgos faciales es una pseudociencia llamada morfopsicología. Es tan evidentemente fraudulenta que ni siquiera figura en el listado de paparruchas del Gobierno. A pie de calle, eso de radiografiarle a uno en función de su aspecto se conoce simplemente como “prejuicio” y constituye uno de los motores del mundo.
Los prejuicios son un sesgo que, desde una perspectiva evolutiva, nos han hecho más bien que mal. De ahí que resistan al paso de los milenios. Si algo tiene cara de depredador, mejor salir corriendo. Extrañamente, este comportamiento no se extiende a las jornadas electorales, y son muchos quienes, a pesar de su naturaleza eminentemente cérvida, acaban votando a personas con jeta de guepardo.
Aunque la ciencia niegue que tal cosa sea posible, todos sabemos que los dueños de perros acaban mimetizándose con sus mascotas, de manera que, tras unos años de convivencia, uno no sabe si al perro se le ha puesto la cara del dueño o al dueño la del perro. Con los políticos pasa algo parecido. Con el paso de los congresos, a los políticos se les va poniendo la cara de su partido (o al partido la de sus políticos). No hay más que ver a los barones del PSOE la cara de PSOE que tienen. Ahí radicó precisamente el problema de Sánchez, que tenía cara de nuevo partido, y la vieja guardia socialista receló y sigue recelando.
Es raro, es casi imposible que alguien con cara de tal formación triunfe en tal otra. Fíjese en los rasgos de Abascal. Visto ahora, resulta evidente que ese hombre no encajaba en el PP. Estaba claro que esa cara requería de sus propias siglas. Unas donde pudiesen recalar todas esa narices aguileñas y ceños fruncidos que llevan huérfanos de partido desde finales de los 70. Fíjese ahora en la cara de Daniel Lacalle, con esos ojillos hundidos al fondo de la calavera que parecen capaces de privatizar la sanidad con solo un vistazo.
De ahí que este año haya decidido renunciar a la razón y abandonarme al puro sesgo. Veré el debate electoral sin sonido, fijándome solo en las narices, en las cejas, en los labios y en los mentones. Me limitaré a observar los tics, las sonrisas y las miradas desesperadas fuera de cuadro en busca de la aprobación o reprobación de la jefa de prensa. Y votaré a quien, por la jeta, menor desazón me cause. Como, por otra parte, todos llevamos haciendo desde que existe la democracia.