La carga del hombre blanco

7 de octubre de 2024 22:01 h

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Fue Ruyard Kipling quien acuñó esa expresión tan colonial, imperial, en un poema de 1899 en el que justificaba como empresa noble e ingrata, como altruista obligación y misión de civilización, como carga, el dominio del “hombre blanco” sobre los colonizados. Los descendientes de estos llevan tiempo pretendiendo venir, de forma regular o irregular, a sus antiguas metrópolis. Pero no, los nuevos muros de la globalización, los que no dejan entrar frente a los de la Guerra Fría que no dejaban salir, se erigen más altos para cerrarles el paso. Limitar la inmigración, especialmente la que conlleva diferencias culturales o meramente fenotípicas, se ha convertido en un elemento central de la política en las llamadas democracias occidentales, y no solo en ellas. 

La inmigración se ha situado en el centro de la batalla política en curso. No hay que ser buenistas ni ingenuos. Pero hay que reconocer que hay un problema. Si la inmigración no se gestiona bien, la extrema derecha puede contaminarlo todo, no solo el centro, sino la izquierda (véase Alemania) y llegar al poder (véase Italia, véase los resultados de las elecciones en Austria). Es lo que le avisó Tony Blair, que a pesar de su gran error con la guerra de Irak de política sabe, a Keir Starmer cuando el actual laborista ganó las elecciones: tenía que tratar la cuestión o se vería desbordado por las reivindicaciones de esa extrema derecha que crece en el Reino Unido y otros países. Pero tampoco se trata de seguir a Meloni y perder las esencias del laborismo. Pagar para que otros acepten los devueltos es un camino inmoral.

Primero, algunos datos. Según el último informe de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) hay 281 millones de migrantes internacionales y 117 millones de desplazados (2022) en el mundo, 30 millones más que en 1990. En un mundo de 8.200 millones de habitantes (5.300 millones en 1990). Es decir que las migraciones han aumentado proporcionalmente menos que la población mundial, y no es excesiva. La percepción es otra en nuestras sociedades, en parte porque se consideran migrantes a los que no lo son, a los de segunda o tercera generación que, en general, en el mundo occidental ya son nacionales. EE UU es el país con más migrantes internacionales, más que los cuatro siguientes (Alemania, Arabia Saudí, Rusia y Reino Unido) sumados, según los datos de Naciones Unidas.

Una tercera parte de la migración internacional es entre países del llamado Sur Global. Es decir, más que la migración Sur-Norte. Algunos estudios muestran que la mayor parte de esos migrantes se desplazan a países de su región, especialmente en el África Subsahariana, Oriente Medio y América del Sur. Los flujos de migración del Sureste asiático hacia Oriente Medio, especialmente hacia los países del Golfo, son los más intensos del mundo. ¿Solidaridad de los receptores? No. No son más generosos que europeos o norteamericanos. Los acogen en la medida que los necesitan, no otorgándoles casi nunca la nacionalidad. 

Cabe destacar, sin embargo, la solidaridad inicial mostrada entre sus vecinos, especialmente Colombia, con los emigrantes y exiliados de Venezuela, ocho millones de una población total de 28 millones; terrible. Hace años, tras la apertura de las fronteras y el ingreso en la UE, diversos países de Europa del Este vieron vaciarse su población. Así, Rumanía tenía 23 millones de habitantes en 1990, y hoy 18 millones. Bulgaria pasó de 8,7 a 6,6 millones. También terrible. Pero la UE les ha ayudado.

Otro dato, previsión del Banco de España: En este país serán necesarios 24,67 millones de extranjeros en edad de trabajar en 2053, es decir en menos de 30 años, para “evitar el proceso de envejecimiento de la población y resolver los desajustes que podrían surgir en el mercado de trabajo español”. Como en las pensiones. Para mantener el número total de personas nacidas en España en 2053, se requeriría que hubiera 37.027.828 personas nacidas fuera, de entre 16 y 65 años. Es decir, no es compatible la caída de la natalidad y la negativa a la inmigración. 

Pero más allá de la necesidad, hay una presión derivada de las condiciones en los países de origen. La frontera entre Europa y el Norte de África no es la más desigual del mundo (la primera es la que se da entre las dos Coreas), pero si es de uno a 11, mucho más si se incluye el África Subsahariana. Hace cuatro décadas o más que se viene hablando de la necesidad de ayudar a que el Sur se desarrolle, a que su economía crezca. Algunos, China a la cabeza, lo han conseguido, e incluso ayudan al Sur a desarrollarse. Otros no. Y esas desigualdades han generado este sifón humano que irá a más si no hay soluciones profundas, no más y más alto muros. De nuevo, el Pacto para el Futuro de estos días en la ONU suena palabras huecas.

Hoy Occidente no siente ya ninguna “carga del hombre blanco”, entiéndase ahora la responsabilidad histórica y actual de la situación. No solo eso, sino que está tomando medidas que van contra el Sur, como el proteccionismo ecológico, después de haber contaminado el planeta con su revolución industrial, y otros tipos de proteccionismo, junto con la reducción de la ayuda al desarrollo. Un ejemplo: el de Indonesia. Europa le acusa de deforestación para producir aceite de palma. Yakarta responde criticando el “imperialismo regulador” de la UE. El economista Dani Rodrik, que hace un siglo planteó la “paradoja de la globalización”, el trilema de que no se pueden escoger a la vez globalización, el Estado-nación y la política de masas (como la democracia), sino solo dos de estas cosas, ha esbozado un nuevo, complementario del anterior: No se puede a la vez combatir el cambio climático, impulsar la clase media en las economías avanzadas y reducir la pobreza mundial. Tenemos que elegir dos. Y parece que hemos abandonado esto último.

Hay dinámicas en curso que parecen avalarlo. La directora de la Organización Mundial del Comercio (OMC), la nigeriana Ngozi Okonjo-Iwea, ha alertado que la brecha entre el Norte y el Sur vuelve a aumentar, tras tres décadas de reducción. The Economist también, al llevar a portada el deterioro en la pobreza extrema, la malaria, la educación y otros factores en el mundo (para reclamar más liberalización). 

Las remesas de los migrantes se han multiplicado por seis en 20 años y hoy sobrepasan la inversión extranjera en estos países. Es decir, que nosotros necesitamos una inmigración creciente, pero para ellos la emigración también es esencial, aunque a menudo genere una “fuga de cerebros” que necesitarían. Gestionar la migración sin que se desborde requiere medidas a corto y a largo plazo. A corto para regular la irregular, lo que requiere acuerdos e inversión de capitales y conocimiento (educación) en los países de origen, y no caer en políticas contrarias a los derechos humanos. E invertir muchos más en política de integración -para empezar los idiomas- en los países de acogida. Y especialmente para no repetir los errores del caso francés con los que son nacionales desde hace tiempo. 

Hay una ola de opinión antinmigración, no solo contra la irregular, en Occidente movida por el temor a la pérdida de identidad y culturas, y las grandes transformaciones tecnológicas que afectan a empleos y sueldos y poco tienen que ver con los migrantes. Pero la inmigración no solo no se puede detener, sino que no se debe. Sí controlar. Y ante ese control, que no es cuestión de un solo país, Europa está desunida, dividida. Su política de inmigración, incluso con su insuficiencia, hace aguas.

Para luchar contra el nuevo fanatismo se requieren no solo medidas, sino también pedagogía. Mantener nuestros valores, nuestras costumbres es más que legítimo. De forma inteligente y liberal. Aunque como alerta Olivier Roy (La crisis de la cultura), hoy “la trilogía de declaración, codificación y normatividad parece estructurar ahora todos los debates y estrategias de todos los bandos”, no realmente la cultura, pese a las llamadas “guerras culturales” en curso. 

Pero ¿cambiaremos? Pues claro. Ya estamos cambiando. Miremos a la historia, en la que las migraciones han sido un elemento decisivo de transformación, las más de las veces positivo en términos de desarrollo humano. Hoy la historia parece querer cobrarse su revancha. Es un reto mayúsculo. El “hombre blanco” ya no existe, aunque algunos se empeñen en resucitarlo como zombi.