En el discurso de despedida de su partido y de la política en general en el pasado Congreso extraordinario del PP, en el que fue sustituido por Pablo Casado, Mariano Rajoy presumió de la decisión de haber perseguido por el delito de rebelión a Carles Puigdemont y demás dirigentes nacionalistas catalanes. La decisión entrañaba riesgos, reconoció, pero había sido un éxito. Gracias a ella, quedó conjurado el riesgo de la ruptura de la integridad territorial de España.
Transcurridos dieciocho meses y cuando estamos a las puertas de unas elecciones generales a finales de abril y unas elecciones europeas, municipales y autonómicas en trece Comunidades Autónomas a finales de mayo, pienso que es buen momento para evaluar el éxito de la decisión de la que presumió el expresidente del Gobierno ¿Se ha avanzado algo en lo que a la integración de Catalunya en el Estado se refiere? ¿Ha mejorado la gobernabilidad de Catalunya y del Estado como consecuencia de aquella decisión? ¿Podemos prever que aquella decisión se va a proyectar de manera positiva en el resultado de las elecciones de abril y mayo?
Una incógnita esencial para dar respuesta a estos interrogantes se ha despejado este fin de semana. En el que podríamos denominar “espacio convergente”, Carles Puigdemont ha renovado para los comicios de abril y mayo la misma apuesta que hizo para los comicios del 21-D de 2017. La estrategia electoral se define desde el exilio y la prisión y la campaña electoral se protagoniza desde el exilio y la prisión. La réplica de ERC, designando a Oriol Junqueras como cabeza de lista tanto a las elecciones generales como a las europeas, ha sido inmediata. Con esta renovación de su apuesta el nacionalismo “convergente” ha hecho público su “Manifiesto Electoral”, que me temo mucho que va a acabar arrastrando a ERC, aunque sea a regañadientes.
Independientemente de que los candidatos en el exilio o en prisión que encabezan las listas nacionalistas puedan acceder al escaño o no y tengan que ser sustituidos por los que le siguen en la lista, parece claro que la política que se va a poner en práctica va a ser la misma. Y esa política no puede ser más que negativa para el funcionamiento del sistema político español. ¿Cabe esperar otra cosa con el horizonte de exilio y cárcel que les espera a los dirigentes nacionalistas? ¿Aceptarían los dos millones largos de ciudadanos que se han mantenido contra viento y marea en el campo nacionalista que se hiciera una política distinta? ¿Qué incentivos pueden tener los dirigentes en el exilio o en prisión para contribuir a la “normalidad” política en Catalunya y en España? ¿En qué consistiría esa “normalidad”?
Todos estos interrogantes se responden por sí mismos. Y sus respuestas nos llevan a otro nuevo: ¿puede operar establemente el sistema político español no ya sin el concurso en positivo, sino con el enfrentamiento abierto del nacionalismo catalán? ¿Se podrá constituir en esas condiciones un Gobierno tras en 28-A que no sea una reproducción del pacto alcanzado en Andalucía? El “Manifiesto Electoral” del nacionalismo catalán nos conduce previsiblemente o a la no constitución de gobierno y repetición de elecciones o a un Gobierno del 155.
En ambos casos el agravamiento de la crisis constitucional que estamos atravesando nos aproximaría a una quiebra sistémica. El nacionalismo catalán no tiene fuerza suficiente para imponer la independencia de Catalunya, pero sí tiene tamaño y energía suficientes para hacer ingobernables tanto a Catalunya como a España.
La sentencia del Tribunal Supremo, si se mantiene en la lógica del delito de rebelión y nada indica que no vaya a ser así, no solo no va a contribuir a que podamos salir del laberinto, sino a todo lo contrario. Una condena por rebelión hará imposible el ejercicio del derecho a la autonomía en Catalunya y una “ocupación” de Catalunya por el Estado hará imposible la democracia en España.
En esas estamos.