Hace justo un año se celebró en la sede del Instituto Cervantes en Madrid una fantástica exposición sobre la vida y la obra de Carmen Laforet. Un frío sábado de marzo salí de Sevilla en tren justo antes de que amaneciera para visitar la muestra. Carmen Laforet es una de mis escritoras más queridas y admiradas. Me sucede con ella lo que a ella le ocurría con Elena Fortún: mantengo conversaciones imaginarias desde la primera juventud cuando leí con devoción Nada y me enamoré de Andrea y de su mirada. Elena Fortún y Carmen Laforet se hicieron amigas y mantuvieron una hermosa y honesta correspondencia que se publicó hace algunos años bajo el título de De corazón y alma (Fundación Santander, 2017). En una carta que Laforet escribió a Fortún en 1951, un año antes de su muerte, le confesaba que ella, de chiquilla, le «hablaba sin haberte visto nunca y te contaba mis pequeñas cosas. ¿No es extraño esto? Nosotras estábamos destinadas a conocernos…». Carmen Laforet, como muchas otras niñas de la guerra, leyó las historias de Celia. Yo nunca llegué a conocer en persona a Laforet, murió en 2004, más o menos por la época en que yo la leí por primera vez, a mis dieciocho años, pero mi identificación con Andrea, una chica rara, fui inmediata, casi mágica. Desde entonces, la he leído y releído sin descanso, sus novelas, sí, pero, sobre todo, sus textos autobiográficos, las cartas, lo que otros que la conocieron escribieron sobre ella en un esfuerzo torpe quizá por acercarme a descifrar quién fue.
En aquella exposición pasé la mañana de aquel sábado como detenida en el tiempo. En bucle sonaba Claro de luna de Debussy acompañando a unas imágenes de Laforet en movimiento, imágenes del Archivo No-Do grabadas en Super 8 por Benito y Mª Teresa Rabal y proyectadas en una inmensa pantalla en el centro de la sala. Allí me quedé quieta viéndola moverse, gesticular, teclear palabras sueltas en una máquina de escribir, sentarse en la hierba con un libro entre las manos, fumar y esconderse tras la bruma blanca del humo, reír, feliz entre amigos y amigas. Los libros que había leído la describían como una mujer volátil, silenciada, atormentada casi, las imágenes mostraban otra cosa: alguien alegre, libre, gozosa. Caí en la cuenta de que, hasta entonces, nunca la había visto gesticular ni sonreír. Estaba viva ante mis ojos, como si la tuviera delante en carne y hueso. Me miraba a mí y me sonreía a mí y podía recordar fragmentos de cartas y de novelas, a Andrea y también a Paulina y sus cartas a Elena Fortún y a Ramón J. Sender y a Roberta Johnson y a Emilio Sanz de Soto. La imagen de la escritora atormentada por el síndrome de la impostora que pasó las últimas décadas de su vida escribiendo y rompiendo todo lo que escribía se deshizo como el humo de su cigarrillo y quedó esa otra imagen, la escritora que vivió, que fue feliz muchas veces y que cultivó la amistad hasta el final.
En su momento, pensé en escribir un artículo sobre la exposición, es más, justifiqué aquel viaje a Madrid, un billete carísimo de tren, tener que dejar a mi hijo el día entero, levantarlo de noche y recorrer las calles de Sevilla desde nuestro pisito hasta la estación de Santa Justa en plena madrugada con la idea de escribir un artículo y, al menos, pagar el billete de tren con el artículo. Pero nunca lo hice. Me guardé la visita para mí como un preciado tesoro y paseé por Madrid de la mano de una imaginaria Laforet comentando con ella todo lo que había llamado mi atención: el manuscrito de Nada con sus tachaduras y el informe del censor a un lado donde este decía que era una «novela insulsa, sin estilo ni valor literario alguno. Se reduce a describir cómo pasó un año en Barcelona en casa de sus tíos una chica universitaria, sin peripecias de relieve. Creo que no hay inconveniente en su publicación», su máquina de escribir Hispano-Olivetti azul, el cenicero de Cinzano o todas las portadas de las traducciones de Nada que ocupaban una pared entera. También me gustó ver algunas fotografías que no conocía, como las de los viajes con su amiga Linka Babecka a Cercedilla, a la Sierra de Guadarrama o a Polonia. Hay una que me gusta especialmente, en ella se ve a Linka sentada sobre la tierra con un cigarrillo sostenido entre los dedos, las piernas dobladas hacia atrás y Carmen tumbada con medio cuerpo en el suelo y la espalda y la cabeza sobre el regazo de su amiga. Las dos sonríen, felices, satisfechas, en una postura íntima y relajada. La foto no está fechada, pero por sus jóvenes rostros y el escenario de la sierra, serían los años cuarenta, cuando Laforet se mudó a Madrid y escribió Nada, a los veintitantos años. Hay más fotos de ellas dos en distintas edades de la vida, en 1966 en Cercedilla y en 1967 en Polonia, como si pudiera seguirse el hilo invisible de su amistad a través de las fotografías.
Hace un par de semanas conocí en Santander a Marta Cerezales, la hija mayor de Carmen Laforet. Había ido hasta allí para promocionar mi último libro en la librería Gil y Marta nos iba a presentar. Confieso que, en cuanto supe que una hija de Laforet nos acompañaría, me puse muy nerviosa, se me hizo un nudo en el estómago pensando en cómo recibiría ella el retrato que yo había hecho de su madre en mi libro. Pero, desde el primer momento en que nos vimos en la puerta de la librería, Marta se entregó cariñosamente, cercana y humilde. Y la conversación entre las tres —Marta, Ana Jarén, la ilustradora, y yo misma— fluyó como el agua de un río. Marta me trajo unas páginas impresas con un artículo que yo conocía parcialmente pero nunca había leído completo “Carmen Laforet y la amistad” de la investigadora norteamericana y amiga de Laforet Roberta Johnson. El artículo había sido publicado en un monográfico sobre la escritora que se había editado en la revista gaditana La Caleta en 2008. Marta había intentado fotocopiarme el artículo y, como no la dejaron hacerlo, al final, encontró el texto en otro sitio y lo imprimió para llevármelo. Me pareció un hermoso gesto, después de haber leído mi libro que versa sobre la escritura y la amistad de algunas escritoras españolas entre finales del siglo XIX y mediados del XX, Marta supo que esa pieza de Johnson completaría mi propio puzle.
Aquella misma noche, ya en el hotel, después de despedirnos de Marta que tuvo la generosidad de acercarnos en coche hasta la misma puerta, leí el artículo y volví a pensar en las fotografías de Carmen Laforet y Linka Babecka. No es casual que en la exposición del Cervantes hubiera un apartado dedicado a las amistades que la escritora mantuvo hasta el final de sus días. Roberta Johnson cuenta que Laforet poseía, al menos, dos grandes dones: el de narrar y el de la amistad. Ellas se conocieron en 1976 cuando la investigadora que andaba escribiendo un libro sobre su obra, le pidió una entrevista. Carmen Laforet vivía por entonces en el barrio romano del Trastévere e invitó a Roberta a visitarla. Laforet sintió que había algo en su letra manuscrita, tenía el pálpito de que podrían llevarse bien. Ahí comenzó una amistad que duraría 28 años. Desde el primer momento, fue Carmen quien no dejaba de preguntarle a Roberta, como si se hubieran intercambiado los papeles, «dos mujeres que hablábamos de nuestras vidas, opiniones, esperanzas, y temores». Algunos años después, Laforet le escribiría a Roberta: «una carta tuya siempre siempre es una verdadera alegría para mí porque siento tu amistad (para mí la amistad es lo más importante del mundo) y tienes la mía incondicional».
La melodía de Claro de luna sigue sonando en mi habitación mientras escribo, me imagino perfectamente la sonrisa de Laforet hablando con Roberta, con Linka o con Elena, y les confiesa que más allá de la escritura, para ella lo importante en la vida es la amistad: «En 1939, recién terminada la guerra civil, fui a Barcelona para estudiar en la Universidad. EncontréÌ la ciudad hambrienta que he descrito en Nada. Pero el hambre no era capaz de quitarme la alegría de vivir. Barcelona fue maravillosa para mí. El don de la amistad es mi riqueza como acabo de escribir aquíÌ. A través de cada amigo descubro un mundo nuevo. Y había muchos mundos que descubrir».