Carrillo, de película

Cuando yo era niño (nacido en 1974), en el colegio contábamos chistes que, en variación del clásico “van un francés, un inglés y un español en un avión…”, comenzaban con la fórmula: “Van Suárez, Fraga y Carrillo en un avión…”. Esperen, no huyan, que no voy a ponerme nostálgico en plan Cuéntame. Si comienzo con este apunte costumbrista es para ilustrar mi tesis: para varias generaciones de españoles, la mía, las posteriores y algunas anteriores, Santiago Carrillo es un personaje de ficción. No un personaje histórico, real, sino de ficción, de película.

Protagonista de chistes, de anécdotas (la peluca, el cigarro, lo que dijo tal o cual día), de cuentos para asustar a los niños de derechas (para la caverna ha sido un coco hasta ayer mismo: recuerden a la dimitida Aguirre, en el debate regional de la semana pasada), y de no pocas leyendas del antifranquismo y la Transición. Pero sobre todo Carrillo fue uno de los actores principales de una ficción superior: La Historia de España en el siglo XX, drama por entregas.

Santiago Carrillo protagonizó unas cuantas escenas de acción, algunas terribles, en el primer capítulo de la serie, de género bélico: La Guerra Civil. Tuvo papel muy destacado en el siguiente episodio, de género negro: Franquismo y Antifranquismo, un tiempo turbulento del que salió ileso entre muchos que no pudieron contarlo. Disfrutó de generosos primeros planos en la tercera entrega, del género “final feliz”: La Gran Transición; y aceptó un papelito, secundario pero prestigioso, en el capítulo culminante, del género musical: Democracia, donde se paseó a la manera de esos grandes del cine que, tras ser galanes de éxito en su juventud, en la vejez siguen aceptando papeles menores pues caen simpáticos al espectador.

En los últimos minutos de la película ya era sólo un figurante, de relumbrón pero figurante, de esos que merecen mención especial en los títulos de crédito aunque ya apenas tengan frase, les basta con sentarse al fondo con su icónico cigarro y que sean las arrugas las que hablen por él.

Con su muerte, tras una vida tan larga e intensa, Carrillo tiene la fortuna de quedarse fuera del reparto en el capítulo de desenlace que remata aquella exitosa superproducción: El hundimiento, esta vez del género cine de catástrofes. Ha salido de escena justo a tiempo para llevarse un ramo de flores, una placa en el teatro, y el respeto y cariño de la profesión, en un momento en que cada vez más espectadores cuestionan la calidad del guión y sobre todo el resultado de aquella película, y antes de que empiecen a caer tomates también sobre los padres de una democracia frágil, tan frágil que en cuanto le ha dado el primer viento fuerte ha empezado a tambalearse y se volatilizan derechos sociales y conquistas.

Se fue Fraga, como se fue Peces Barba y otros antes. Se va Carrillo y se ahorra la tristeza de ver cómo su obra más laureada, la Transición y la democracia resultante, envejece mal, amarillea, enseña los descosidos y acaba por irritar a un público que ha permanecido en silencio durante todo el metraje para al final llevarse el susto de un final así.

Aunque hoy sean mayoría los elogios, Santiago Carrillo tuvo detractores durante toda su carrera, tanto en la derecha más ultra (esa que todavía emplea “comunista” como un insulto, y vuelvo a la Aguirre última), esa derecha extrema que hace meses blanqueaba a Fraga y que ahora no esperará a que se enfríe el cadáver para negarle sepultura en el panteón de grandes hombres; como también entre parte de la izquierda, sobre todo sus antiguos compañeros que hoy le rinden respeto pero que recibieron como puñaladas algunas de sus decisiones en momentos cruciales.

Carrillo, como todos los grandes de la escena, fue un actor polifacético, que no se encasillaba, capaz de hacer creíble por igual al héroe (de la defensa de Madrid, del antifranquismo más duro, de una Transición donde pocos habrían querido estar en la camisa del secretario del PCE con la Guerra Fría todavía echándote el aliento en la nuca); como en controvertidos papeles de villano (un asesino para los ultras que quisieron empapelarlo varias veces; un traidor para algunos de sus ex compañeros); capaz de poner rostro duro al comunista más férreo en sus primeros años y acabar interpretando a un socialdemócrata suave. Pero el papel que escogió en su tramo final, por el que será recordado e ingresará en los manuales, el que evocaba ayer la clase política y llena hoy las portadas y páginas de opinión de la prensa no revanchista, es el de hombre de Estado, padre de esta democracia, y como tal corresponsable de la misma, para lo bueno y para lo malo.

No es momento de pedirle cuentas (hemos tenido 97 años para hacerlo) por sus pactos, cesiones y renuncias, porque además Carrillo, como tantos de su generación, fue a la vez protagonista y víctima del tiempo que le tocó vivir. Hoy toca reconocerle su militancia antifascista y su persistencia, y concederle el respeto que se ganó, y el cariño que conquistó entre tantos españoles que, en efecto, lo querían como se quiere a una estrella de cine, y como tal hoy le aplauden. Descanse en paz.