Cartas de una guerra lejana
No sabemos si el remitente es un pirado en busca de notoriedad, los servicios secretos rusos, los ucranianos para liarla más, o el Gobierno español por no sabemos qué retorcidos motivos (la ultraderecha ya ha puesto en circulación el bulo). Lo cierto es que al abrir el buzón había cuatro, cinco, seis cartas con material pirotécnico. Y las seis con mensaje claro, seis chinchetas en el mapa que si las unimos como en los pasatiempos dan un mensaje claro: guerra en Ucrania. O más bien: España y la guerra de Ucrania.
En casi nueve meses de guerra, esas seis cartas son el único daño que ha sufrido nuestro país, aparte del coste económico de la crisis energética europea. En guerras anteriores en que estuvimos implicados sufrimos daños mucho mayores: soldados muertos sobre el terreno, o en accidente aéreo regresando del frente, además de periodistas asesinados o secuestrados. En esta de Ucrania, hasta ahora solo unas cartas con pirotecnia. Hace un par de meses las teles sensacionalistas nos asustaban y entretenían simulando ataques nucleares sobre nuestras capitales, pero nada. Unas cartas chapuceras.
Claro, Isaac, es que en las otras guerras participábamos, en esta no. Bueno, bueno, permítanme que lo discuta. No voy a hacerle el juego al que envía las cartas, ya bastante publicidad le dan los medios retransmitiendo en carrusel cada nueva carta encontrada. Pero si algo consiguen esas cartas enviadas al Gobierno, a Defensa, embajadas, una base aérea o un fabricante de armas, es recordarnos algo que preferimos olvidar, que no queremos ni saber: que ésta también es nuestra guerra. Podemos seguir usando el eufemismo de “ayuda a Ucrania”, pero lo cierto es que España, como el resto de la Unión Europea y la OTAN, estamos metidos hasta las trancas en la guerra de Ucrania. Con menos intensidad que otros países, pero ahí estamos. Y la mejor prueba de ello no es ni el envío continuo de armamento y dinero, ni la formación de militares ucranianos, ni el centro de satélites de Torrejón que facilita imágenes aéreas a Kiev: la mejor prueba de que somos parte en la guerra es el cierre de filas mediático, el consenso informativo. Pensamiento único, decía Andrés Ortega hace unos días aquí. Propaganda de guerra, por llamarla por su nombre. Como no se ha visto igual en otras guerras. Propaganda que incluye, como primera medida, no decir que nos hemos metido en una guerra que está dejando enorme destrucción y miles de muertos, y cuyas consecuencias geopolíticas a medio y largo plazo ya veremos.
No entro a discutir si es legítimo o no tomar parte de esta guerra, si no hay más remedio e incluso deberíamos implicarnos más, o si deberíamos quedarnos al margen y apostarlo todo a la diplomacia y la negociación por difícil que sea. Conozco de sobra los motivos a favor de intervenir, no me convenzan, ya sé quién es Putin. Lo que señalo es que, esté bien o mal, no ha habido debate público sobre el asunto. Empezando por negar la evidencia: que nos hemos metido en una guerra. Nosotros, el país del “no a la guerra”.
Pero espera, que en el buzón hay otra carta, también de la guerra. En este caso no es una carta explosiva, aunque casi duele más: es una carta del periodista español Pablo González, que lleva nueve meses aislado en una cárcel polaca sin que se respeten sus derechos, sin juicio y con la sola prueba de una vaga acusación de colaboración con el enemigo. Tras nueve meses ha recibido por primera vez visita de su familia, y les ha entregado una carta que viene a recordarnos que, en esa guerra que también es nuestra, un periodista nuestro está encarcelado, pasando frío y mal alimentado, sin derechos y con al menos otros tres meses de prisión incomunicada por delante.
Las cartas, todas, se olvidan pronto. En unos días no nos acordaremos ni de las incendiarias ni de Pablo González, y se nos volverá a olvidar que andamos metidos en una guerra. Lejana, pero nuestra.
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