“La ciudad se compone de CASAS”. “República es recto gobierno de varias FAMILIAS y de lo que les es común con poder soberano”. Se trata de las palabras con las que empiezan la Política, de Aristóteles, y los Seis Libros de la República, de Bodino. La casa, la familia, es la unidad a partir de la cual se constituyen las formas políticas previas al Estado Constitucional. La casa, la familia tiene en estas formas políticas preestatales una dimensión constituyente.
Dejan de tenerla en el Estado Constitucional, en el que únicamente el individuo tiene esa dimensión. El individuo tiene derecho a constituir una familia y la familia es una institución civil clave en la sociedad individualista sobre la que se constituye el Estado. Pero carece de dimensión constitucional.
La única familia que tiene una dimensión constitucional en el Estado es la familia real, la Casa Real, en aquellos Estados constitucionales en los que la Monarquía ha continuado formando parte de su fórmula de gobierno. Constitucionalmente en España solo existe una familia. Todas las demás existen civilmente, pero no constitucionalmente.
Justamente por eso, la primera tarea de los Gobiernos en todas las Monarquías parlamentarias es evitar que se planteen problemas en la Casa Real, porque si se plantean, son muy difíciles de manejar constitucionalmente. Los Gobiernos democráticamente elegidos tienen que vigilar la conducta no solamente del Rey, sino también la de los demás miembros de la Casa Real, a fin de que no se conviertan en objeto del debate político. Porque si se convierte, es la propia Constitución la que se pone en juego.
Este es un terreno al que no se le ha prestado la debida atención en España. No es explicable que a nadie se le ocurriera que la conducta del Rey Juan Carlos podía convertirse en un problema para la supervivencia de la Monarquía. Todavía menos explicable es que, una vez que la infanta Cristina contrae matrimonio con Iñaki Urdangarín, no se previera que había que evitar que la pareja pudiera caer en la tentación de enriquecerse de manera indebida. Esto se podía haber hecho sin prácticamente coste alguno para el Estado.
Y lo que ya resulta incomprensible es que el Presidente Mariano Rajoy permitiera que el Rey Felipe VI interviniera de la forma en que lo hizo el día 3 de octubre con su mensaje en televisión sobre Catalunya. Si la integración de Catalunya en el Estado ya era de por sí un problema difícil de manejar en términos constitucionales, tras la intervención del Rey lo es todavía más. Porque ahora es la propia supervivencia de la Monarquía y, por tanto, de la Constitución, la que se ha puesto en cuestión.
Mariano Rajoy no debió permitir nunca esa intervención. Tenía que haber puesto su dimisión encima de la mesa en el caso de que el Rey insistiera en hacerla. Esa era su obligación como Presidente de Gobierno en una Monarquía Parlamentaria. El Rey no debería haberlo puesto nunca en la situación de tener que cumplir esa obligación, pero una vez que lo puso, él debería haberlo hecho. Impedir que el Rey dejara de actuar como un monarca parlamentario es la primera obligación del presidente del Gobierno. La primera. Porque, si no lo hace, es la propia Constitución lo que se pone en cuestión.
Para la Constitución de 1978 Catalunya es un gran problema, pero la Monarquía es un problema todavía mayor. Y ya lo tenemos encima de la mesa. Iñaki Gabilondo en su comentario de este martes en la Cadena SER, se ha expresado contra la inoportunidad de que se suscite este debate y ha dicho que el contenido del discurso de cualquier Jefe de Estado republicano hubiera sido similar al del Rey en las circunstancias del 3 de octubre de 2017. No se si sería así o no, pero es que eso es irrelevante. En un asunto de esta naturaleza una magistratura electiva puede equivocarse. Una magistratura hereditaria, no. El error de la primera es corregible constitucionalmente. El de la segunda, no lo es. Por eso plantea un problema existencial para la forma política del Estado.
Con recursos ante los Tribunales de Justicia o ante el Tribunal Constitucional va a ser difícil que se encuentre la respuesta al problema. Cuanto más se intente proteger a la Monarquía con recursos judiciales, tanto peor será su imagen ante la opinión pública, que es la última instancia de la que depende su supervivencia.