Por ahí anda Pablo Casado de gira por Iberoamérica, presentándose como el gran apóstol de la Transición y la libertad.
Siempre se ha dicho que lo que caracterizó a la Transición fue la capacidad de sus protagonistas para anteponer a sus diferencias personales el interés de España y crear un nuevo marco de relaciones políticas basado en el diálogo, el respeto y la disposición para el pacto. Si es así, ¿qué hace predicando la Transición una persona que representa todo lo contrario de los valores que se le atribuyen?
El líder del PP ha cimentado su oposición en el insulto y la descalificación permanentes contra el Gobierno, cuya legitimidad ha llegado incluso a poner en entredicho en un acto inusitado de desprecio a la democracia. Estas son algunas de las lindezas que ha soltado en el Congreso contra el presidente Sánchez: traidor, felón, ilegítimo, incapaz, mentiroso compulsivo, sociópata, presidente ‘fake’. ¿De qué vocación de diálogo puede alardear Casado mientras rehúsa negociar la renovación del poder judicial o mientras su partido pacta con Vox, una formación de extrema derecha que ha convertido la ofensa vociferante y la mentira en instrumentos de acción política? ¿Qué interés de España defiende quien por mezquindad política torpedea la entrega a su propio país de los fondos de recuperación europeos, como ha hecho el líder popular en Bruselas, o quien se dedica en el extranjero a echar pestes contra el Gobierno de su país, como ha hecho en su periplo iberoamericano?
Algo no cuadra con la Transición cuando Casado se siente con derecho para asumir su apostolado. Quizá esto ocurre porque lo que fue en su día una herramienta útil de tránsito entre una dictadura y una democracia es hoy un cascarón vacío que cualquiera puede utilizar a su antojo. La Transición suscitó en su momento admiración mundial. Desde Iberoamérica se miraba con envidia la vitalidad democrática, el optimismo y el aire de libertad que se respiraban en España tras la larga noche del franquismo. Políticos españoles eran invitados a foros y congresos para que contaran cómo habían logrado semejante prodigio. El problema es que han transcurrido cuatro décadas desde entonces, y muchas cosas han cambiado en España y en el mundo. Una de ellas es que los procesos de reconciliación basados en el olvido, por necesarios que hayan sido en su momento, ya no merecen alabanzas. Por el contrario, la doctrina internacional plantea que los criminales paguen por sus delitos y que, en lugar de olvido, haya verdad, justicia y reparación a las víctimas.
Ver a Casado vendiendo hoy la Transición en Argentina –donde el tirano Videla murió en prisión y muchos otros criminales de la dictadura fueron a la cárcel gracias a que la justicia tumbó la ley de punto final- o en Chile –donde Pinochet murió en detención domiciliaria- resulta patético. Aquellos países, de un modo u otro, con mayor o menor contundencia, han afrontado su pasado, pese a las amenazas militares y las tensiones que provocaba ese ejercicio de catarsis. Es posible que con sus relatos transicionales Casado haya encandilado a algunos círculos conservadores iberoamericanos, entre los que abundan los nostálgicos de la 'mano dura', pero los vientos ineluctables de la historia, y con ellos la legislación internacional, van por otro camino.
Dejemos en paz la Transición, que, como su nombre indica, tenía un carácter transitorio. Recordémosla incluso con afecto, si se quiere. Pero no sigamos empecinados en mantenerla viva con respiración artificial y, menos aún, en erigirla en una especie de diploma identificativo de los autoproclamados buenos demócratas. Esconder el pasado bajo la alfombra está hoy mal visto. Y para mantener un debate político civilizado no hacen falta invocaciones de los buenos rollos de hace 40 años: basta con tener eso que desde los tiempos de maricastaña se llama educación y buenos modales y dejar de insultar al adversario.
Luego está la libertad. En su periplo iberoamericano, Casado no ha parado de presentarse como un cruzado del mundo libre frente a Cuba, Venezuela y Nicaragua (¿y China? ¿Y Hungría? ¿Y Emiratos Árabes, donde discurre el lujoso exilio del emérito?). Pero la defensa de la libertad supone mucho más que vociferar contra tres detestables regímenes latinoamericanos y cacarear cien veces al día la palabra castrochavismo. Implica también promover las libertades individuales en el propio país. ¿Y qué tenemos en este terreno? Que el partido de Casado no solo se ha opuesto sistemáticamente a todas las extensiones de derechos en España -véase ley del aborto, matrimonio homosexual, eutanasia, etc.-, sino que promovió la 'ley mordaza', una restricción tan grave a la libertad que ha provocado duras críticas del Consejo de Europa y otras organizaciones internacionales. Casado haría bien en repasar el Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”.