Al sentarme a escribir esta columna sobre La Virgen Roja, la recién estrenada película de Paula Ortiz, he sonreído interiormente. Me he imaginado a un colega joven abordando esta misma tarea, y he pensado que él no podría evitar la tentación de situar esta obra en el género literario y audiovisual del true crime. Lo haría probablemente en el mismísimo titular, pensando que así “vendería” mejor su “pieza” a su editor y sus lectores, de un modo inequívocamente actual, moderno y guay.
En fin, le diría a ese joven colega imaginario que la fórmula inglesa true crime tiene una fácil traducción a la lengua en la que él escribe: no significa otra cosa que crimen real, un crimen que ha ocurrido verdaderamente y no es fruto de la mente de un novelista o guionista. Y añadiría que no es un género recién inventado. Ya en 1854, el inglés Thomas de Quincey escribió su 'Del asesinato considerado como una de las bellas artes' inspirándose en los crímenes que hicieron tenebrosamente célebre a John Williams. Y en 1966 el norteamericano Truman Capote recreó en 'A sangre fría' las sangrientas andanzas de los descerebrados Richard Hickock y Perry Smith.
La humanidad no nació en el año 2000, querido colega. Ni tampoco la fascinación del público por esos crímenes que revelan el lado más sombrío del individuo y la sociedad. He citado a De Quincey y Capote tan solo entre los miles de escritores, periodistas, cineastas y documentalistas que han contado asesinatos reales a lo largo de los siglos XIX, XX y lo que llevamos de XXI.
También lo hemos hecho en la lengua de Cervantes, donde antes de la absurda importación de la fórmula true crime, llamábamos género de sucesos, crónica negra o crónica roja al contar crímenes reales. El pasado lunes, lo recordó aquí mismo Jaime Molero con su perfil sobre la gran Margarita Landi, la pionera femenina del género de sucesos español. “Los relatos sobre crímenes siempre han despertado el interés de la gente”, escribió Molero, que afortunadamente no cultiva el adanismo. Y recordó el enorme éxito popular que el semanario El caso tuvo en la España franquista. “Narrar crímenes y sucesos nunca ha dejado de estar de moda”, sentenció sabiamente.
El asesinato de la niña prodigio Hildegart Rodríguez por su madre, Aurora Rodríguez, a primeras horas de la mañana del 9 de junio de 1933, en el piso familiar de la madrileña calle Galileo, estremeció a la opinión pública de la España republicana. Lo tenía todo: un parricidio a sangre fría, una víctima joven, prometedora y popular, un verdugo altanero y detestable, el telón de fondo de las causas más progresistas de la época. Aquella tragedia derramó ríos de tinta en los periódicos y enronqueció a miles de gargantas en debates apasionados.
Vi la película La Virgen Roja el pasado domingo y me gustó. Paula Ortiz cuenta bien la historia, la ambientación de la época es buena y Najwa Nimri borda el personaje de Aurora, la mujer que concibió a Hildegart con un cura –un varón que no pudiera reclamar su paternidad–, la crió como un modelo de mujer perfecta –libre, cultísima y políglota– y la mató cuando, a los 18 años, empezó a dar signos de independencia intelectual y amorosa. La mató porque era suya. Aurora, como se dice en la película, quería poseer a Hildegart como tantos hombres poseen a las mujeres.
He escuchado la historia de Hildegart desde niño. Resulta que José Valenzuela Moreno, un hermano de mi padre, fue el fogoso fiscal del juicio celebrado en la primavera de 1934, en el que un jurado popular condenó a Aurora a 26 años de reclusión. Mi tío escribió un libro sobre el caso que estaba en la biblioteca de mi padre: 'Un informe forense. El asesinato de la Hildegart visto por el fiscal de la causa' (Madrid, Editorial Mar i Cel, 1934). Tuvo mucho éxito: las crónicas de la vista oral habían arrebatado las portadas a los muchos líos políticos y sociales de la España de aquel entonces.
Al final de su novela 'La madre de Frankenstein', en el apartado de agradecimientos, Almudena Grandes recordó que, en una Feria del Libro de Madrid, un desconocido se había acercado a la caseta donde ella estaba firmando. El desconocido le dijo que trabajaba en la Fundación Pablo Iglesias y quería hacerle un regalo. Consistía en una versión facsímil del libro del fiscal José Valenzuela Moreno. Sabía que ella estaba documentándose sobre el caso Hildegart y no lograba encontrar ese libro. El ejemplar de mi padre desapareció y yo tampoco logro encontrarlo,
No es la primera vez que el cine español aborda este caso fascinante. Fernando Fernán Gómez presentó en 1977 Mi hija Hildegart, película dirigida por él, con un guion suyo y de Rafael Azcona basado en el libro 'Aurora de sangre' del periodista libertario Eduardo de Guzmán, reeditado por La Linterna Sorda en 2014. Tengo que decir que la versión de Paula Ortiz no me ha parecido en absoluto inferior a la de Fernán Gómez. Eso es para mí todo un elogio.
El caso Hildegart fue un suceso con una inmensa carga política, lo que lo hizo y lo hace tan polémico. La derecha responsabilizó del parricidio a las ideas socialistas, anarquistas y feministas de Aurora e Hildegart. En la izquierda, socialistas y anarquistas se disputaron a la víctima –era de los nuestros– a la par que condenaron a Aurora.
La libertad era y es el tema de esta tragedia. Aurora Rodríguez, recluida en el psiquiátrico de Ciempozuelos hasta su fallecimiento, en 1955, quería la liberación de las mujeres. Hildegart también la quería, pero incluyendo su emancipación de una madre autoritaria y egocéntrica. Aurora, el Pigmalión femenino que había soñado con crear una mujer libre, se había convertido en un monstruo. Tanto, que terminó matando a su criatura cuando sintió que se le iba de las manos.