Antonio Guterres, el secretario general de la ONU, y Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, tienen algo en común: han sido los cargos institucionales que más clara, temprana y meridianamente han criticado a Israel por castigar colectivamente a la población civil de Gaza tras la masacre de Hamás mientras otros líderes lo justificaban. Fueron de los primeros en afear que la respuesta de Netanyahu no dejara al margen hospitales, escuelas, embarazadas, niños, ancianos. A los dos les ha costado reprimendas del poderoso país pese a que ambos han intentado matizar que criticar la respuesta no deslegitima la crítica a la agresión. A Guterres se le declaró persona non grata e incluso se negó visados al personal de la ONU.
La polémica y las malas relaciones han escalado ahora a la agencia de la ONU que trabaja en Palestina. Israel ha recabado informes en los que asegura que empleados sin determinar de la UNWRA colaboraron “directa o indirectamente” en el atentado del 7 de octubre y ha acusado al organismo de complicidad con Hamás. La labor de esa institución, de unos 30.000 empleados, es también la que ha permitido alfabetizar, repartir comida y suministros y desde octubre acoger en escuelas y hospitales a los cientos de miles de gazatíes que intentan que no les maten. Es la agencia que ayuda donde ya no queda nadie más que Médicos Sin Fronteras, la Media Luna Roja y periodistas que van siendo abatidos todas las semanas. Ahora que no es posible vivir allí, empieza a tambalearse el pequeño grifo que había quedado para sobrevivir.
La retirada de fondos de ayuda a UNRWA por parte de una decena de países -entre ellos EEUU, que durante el gobierno de Trump también cortó relaciones por desconfianza y malas relaciones con la agencia– es una vez más la estrategia de la parte por el todo: aniquilar a Hamás estrangulando la vida de personas que no tienen relación con Hamás. Aniquilar a Hamás aunque eso disipe la esperanza de un alto el fuego que permita a los rehenes volver a sus casas. Aniquilar a Hamás aunque eso suponga aniquilar la solidaridad con la población civil atrapada en la ratonera de la franja. Si se acaba con todo, se acaba inevitablemente con Hamás y sus seguidores.
Acabar con la operativa de la agencia de Naciones Unidas allí por retirada de fondos y castigar al organismo y sus beneficiarios por la presunta corrupción de unos cuantos condena aún más a la muerte a centenares de personas todos los días. El Gobierno de Netanyahu debería saber mejor que nadie cómo de difícil puede ser a veces vigilar la corrupción o frenar fallos y negligencias. Si la ONU falló al controlar a su personal, eso justificaría una investigación o una dimisión, pero no dejar sin asistencia a miles de personas.
Como dijo Borrell, “un horror no puede justificar otro horror”. Habrá que hacer una necesaria investigación sobre la participación de esos empleados en la salvajada cometida contra civiles israelíes si se produjo. Pero mientras, habrá que seguir repartiendo medicamentos o comida. Ahogar la vida, poco a poco, mutilar familias, destrozar viviendas, oficinas y universidades y ahora secar cualquier esperanza es un ejercicio de crueldad que no solo no ahoga a Hamás, sino que abona el odio para un futuro aún peor.