El pasado miércoles 21 se produjo en ARCO un hecho de suma gravedad, que no se había conocido en los treinta y seis años de vida de esta Feria Internacional de Arte Contemporáneo que se celebra cada mes de febrero en Madrid. Por primera vez en su historia, una obra de arte fue descolgada por orden de IFEMA, entidad organizadora de la feria, y por motivos políticos: se ejerció censura pura y dura en un marco, el de la creación artística, que ha de ser, por definición, el de la libertad. La obra que se retiró fue ‘Presos políticos en la España contemporánea’, del reconocido artista Santiago Sierra. La pared del recinto de IFEMA donde se encontraba quedó tras el saqueo ideológico más desnuda que el rey que visitó la feria al día siguiente.
Felipe VI, el rey que visitó la feria al día siguiente, actuó en su espurio recorrido por obras y galerías participantes en la edición de ARCO 2018 como si aquello no hubiera sucedido el día antes. Tampoco su consorte, la periodista Letizia Ortiz, dio muestra alguna de haberse enterado del escándalo. Ni la comitiva de las falsas sonrisas y las ciertas vanidades que los acompañaba. Todo el mundo actuó como los sastres en el cuento de Andersen: como si la pared de Santiago Sierra no estuviera desnuda (aunque le hubieran colgado unas fotos de relleno urgente: menudo papelón para el sustituto), como si el rey de los Borbones no estuviera desnudo (aunque el aparato se esmere en plancharle bien el traje). Todo estaba desnudo en ARCO, pero los necios simularon no verlo.
Con la censura ejercida en ARCO se nos han visto una vez más (y es a diario), no las costuras, sino las vergüenzas. Un poder abusivo y autoritario nos deja en pelotas y, en vez de esforzaros por arrancarle su traje falazmente planchado, nos limitamos a taparnos púdicamente nuestros genitales. ¿Estamos esperando a que nos despellejen? Las reacciones a la censura en ARCO han sido desmoralizantes. Que IFEMA, en secreta y oscura representación del Gobierno, haya censurado la libertad artística es gravísimo, pero tampoco es de extrañar, tal y como está el panorama de la libertad de expresión en España, duramente criticado hasta por The New York Times, The Guardian o Amnistía Internacional. La sorpresa demoledora es la reacción de los implicados directos y de los indirectos, que somos casi todos. Veamos.
El director de ARCO, Carlos Urroz, manifestó su disconformidad con la censura y aseguró que él nunca lo haría, menos mal. Pero ante semejante atropello debería haber dimitido de inmediato, y no lo ha hecho. Qué duda cabe de que la cosa está muy achuchada para andar dejando buenos puestos, pero la dignidad (la propia y la del arte) debería estar por encima de cualquier necesidad, sobre todo a ciertos niveles.
Por su parte, la galerista de Santiago Sierra, Helga de Alvear, ha sido cómplice necesaria de la censura, consintiéndola, justificándola y restándole importancia. Reconocida y rica galerista y prestigiosa coleccionista, dijo que aceptó la retirada de la obra para poder volver el año que viene a ARCO. Tiene 84 años. Qué ocasión perdida para haber defendido el arte y no el negocio del arte, pagando también el precio más alto: una dignidad y una libertad que por su estatus ya no necesita vender. Dijo también que en su casa nadie le descolgaría una obra (solo faltaría, digo yo) y que aceptó la censura porque IFEMA no es su casa. Olvidó la galerista que IFEMA es la casa de la ciudadanía, dado que no es espacio privado sino controlado por un consorcio en el que participan, con fondos públicos, la Comunidad de Madrid, el Ayuntamiento de Madrid, la Cámara de Comercio y la Fundación Montemadrid.
Sincera (e ingenuamente) yo esperaba, y estaba dispuesta a secundar, que el resto de galeristas, artistas, críticos y adláteres varios del mundillo del arte y de ARCO se plantaran ante el atentado de IFEMA a la libertad de expresión. Que de inmediato se formara un nutrido piquete de protesta a la entrada del recinto ferial (de nombre, por cierto, Juan Carlos I), haciéndola visible con las más creativas pancartas, consignas y performances. Que de inmediato se generara un movimiento de condena al que se unieran tantas galerías anunciando su retirada de ARCO que hiciera imposible la celebración de la feria. Que de inmediato una oleada de solidaridad entre artistas los llevara a retirar sus obras de ARCO mientras la de Sierra no fuera restituida a su lugar (llegué incluso a fabular con una acción de impacto, en la que decenas de artistas descolgaban simultáneamente sus obras con sus propias manos). Que de inmediato los críticos decidieran por unanimidad ser tan críticos que se hubieran negado a hacer otro relato de este ARCO que no fuera el de la infamia dictatorial. Fui aún más lejos con mi imaginación: llegué a pensar que la ciudadanía en general, incluso la que es ajena al mundillo del arte, no toleraría una censura así y de inmediato se sumaría a la repulsa haciendo un masivo acto de presencia en Campo de las Naciones (lo más parecido, por cierto, al 'manifestódromo' aquel donde nos quería llevar Ana Botella a ejercer nuestro derecho constitucional a la manifestación y la protesta).
Nada de todo eso ha sucedido. Por lo que sé, solo un artista, Pere Llobera, ha retirado su obra de ARCO. Las galerías se excusan con que ARCO es una feria comercial y ellas necesitan vender. La gente del mundillo del arte se divide entre los indignados con la censura que, sin embargo, han visitado ARCO y los escépticos con un poco querido Sierra al que acusan de estratega, que también han visitado ARCO. Cuento con los dedos de una mano, y me sobran, a las personas que conozco que han dejado de ir a esta edición de ARCO por la aterradora censura impuesta, sea Sierra estratega o deje de serlo. Yo soy una de ellas: me daba vergüenza pasearme por allí como si nada; peor: como si fuera la periodista Ortiz. Así que le cedí mi tarjeta (VIP...) a una persona que no la rechazó. ARCO, según me comentó después, estaba a tope de gente.
Institucionalmente, la única persona que mostró la dignidad que las circunstancias requerían fue la alcaldesa Manuela Carmena, que se negó a asistir a la inauguración y a hacer el paseíllo con los reyes, manifestando así de manera explícita su defensa de la libertad de creación, expresión y exposición en la ciudad de Madrid y su disconformidad con la censura ejercida. De hecho, pidió la restitución de la obra de Santiago Sierra, pero nadie atendió a unas razones que se basaban en el respeto a los derechos fundamentales en esta democracia cada vez más presunta.
El diagnóstico final de este episodio es desolador, pues han quedado patentes varias cuestiones. Por un lado, el miedo de galeristas y artistas a perder beneficios, lo cual demuestra que la pela (y no solo la catalana) está por encima de los derechos y de los valores, y da cuenta de que las leyes del mercado se someten incluso a la Ley Mordaza. Por otro, la anestesia de una sociedad que está admitiendo casi sin inmutarse agresiones políticas de muy grueso calibre. Y, en definitiva, que este Gobierno ha ido poco a poco afilando leyes como cuchillos, que permiten enjuiciar a tuiteros, encarcelar raperos, retirar libros de la circulación y descolgar obras de las paredes de una exposición financiada en parte con dinero público. Cuánto lleguen a alargarse esos cuchillos dependerá de la capacidad de reacción que tenga la ciudadanía. Visto lo visto, un panorama oscuro como la noche.