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Cerezas en febrero o los placeres estúpidos

En el mercado barcelonés de la Boqueria y en pleno mes de febrero varias paradas de fruta ofrecen al visitante apetitosas cerezas de grueso calibre. Arracimadas sobre los mostradores, resulta difícil resistirse a la tentación. Al pararme a observarlas una amable dependienta me ofrece una para que la pruebe. “¿Cuánto le pongo? Están riquísimas –me dice– vienen de Chile”. “Muchas gracias –le respondo– pero prefiero esperar a las nuestras”. 

Al salir a la Rambla veo a un joven montado en su bicicleta que estaba comprando cerezas en la parada y las lleva colgando del manillar. Me entran ganas de hablarle de las contradicciones en las que solemos caer y explicarle que el precio de esas cerezas no refleja su coste real, y no hablo de dinero. Pero me contengo. Prefiero no enfrentarle a la estupidez que acaba de cometer (estupidez: torpeza notable en comprender las cosas).

Según los expertos, el aumento en el transporte de mercancías derivado de la globalización del mercado alimentario es una de las causas que está multiplicando las emisiones de gases con efecto invernadero que provocan el calentamiento global. Por eso es tan oportuno apostar por los productos locales a la hora de consumir y comprar en los comercios de proximidad. En ese sentido, comprar en el pueblo o en el barrio es una manera de contribuir a la lucha contra el cambio climático.

Son muchos los motivos que pueden llevar a alguien a desplazarse en bici por la ciudad, a cual más sensato. Pero algo me decía que el joven de las cerezas valoraba muy especialmente su contribución a la causa ecologista, que se sentía especialmente orgulloso de contribuir a pacificar el tránsito y reducir las emisiones contaminantes.

Sin embargo, aquella bolsa de cerezas producidas a más de 10.000 kilómetros de distancia colgando del manillar de su bici lo instalaba en la contradicción.

Para poder avanzar hacia la sostenibilidad como sociedad y empezar de una vez por todas a cambiar de rumbo, para evitar el peor destino que nos señalan los climatólogos, una de las claves es compartir información y asumir entre todos algunos objetivos básicos. Por eso quienes intentamos promover la participación ciudadana a favor del medio ambiente y en contra del cambio climático solicitamos una mayor atención a estos temas. Porque estos temas son importantes para todos.

El consumo responsable es una de las principales herramientas que tenemos los ciudadanos para eludir los mayores riesgos ambientales. Si queremos darnos una nueva oportunidad y dársela a las generaciones futuras, debemos aprender a consumir de una manera mucho más respetuosa con el planeta.

Por eso resultan tan esperanzadoras iniciativas como las que ha puesto en marcha el Ayuntamiento de Barcelona para promover el consumo responsable en la ciudad. Una estrategia para el consumo responsable basada en ochenta medidas a desarrollar en los próximos tres años y que incluye, entre muchos otros objetivos, el de impulsar el comercio local y de proximidad.

Comprar es decidir. Y cada decisión que tomamos a la hora de comprar influye también en el medio ambiente. Por eso, si estamos cambiando de hábitos a la hora de relacionarnos con el agua, la energía, los residuos o la movilidad. Si lo hacemos para echarle una mano al planeta y ejercer una ciudadanía más responsable, debemos extender esa responsabilidad a nuestros hábitos de consumo.