Somos gente normal hasta que entramos en un reality show. A esa conclusión solo puede llegarse con una cámara delante. Corrijo. No somos gente normal, solo hay que poner una cámara delante. A esa conclusión solo puede llegarse con un reality show. Da igual que pongas a la gente a descubrir el fuego en una isla del Caribe, a doce adolescentes a cantar o a un grupo de gente –tan heterogénea que al CIS le serviría para hacer encuestas– a hornear una merluza: el resultado siempre es el caos y la vergüenza ajena.
Esta semana ha vuelto a colarse en X un fragmento de otra concursante de MasterChef renunciando a seguir participando en el programa. María del Monte ya dijo en su día, en la edición de celebrities, que también estaba hasta el moño; que a ella le gustaba disfrutar de las cosas. Llegó a decirle al jurado que no tenían que poner la “cara del fiscal de Morena Clara” para hablarle a la gente. Cocinarán bien, pero los concursantes están quemados.
Dicen que pocas cosas hay más relajantes que la cocina, pero creo que quien lo dijo se refería a picar una cebolleta y rehogarla con guisantes y tocineta para cenar en casa viendo 'Succesion', y no a estar doce horas de un tirón hidrogenando salmorejos para un chefecillo con ínfulas de ser el sultán de Brunei.
Y es que el reality tiene más de simulador que de programa de televisión. Permite al concursante aproximarse a la experiencia de trabajar con estos chefs, lo que lleva a uno a preguntarse cómo tratarán a sus empleados cuando no hay focos apuntando, qué sentirán sus aprendices cuando algo no sale como esperaban y qué cosas no se habrán dicho en las cocinas de sus restaurantes. Porque el problema de MasterChef no es el formato, sino la forma. No deja de ser una competición para encontrar al mejor cocinero entre un grupo seleccionado previamente, es inevitable que los concursantes sientan cierta presión –cada cual con sus historias, yo tengo que tomar Sumial cuando publico mis artículos–, pero un jurado que evalúa unas berenjenas rellenas como si de crímenes de guerra se tratasen, dificulta disfrutar de la experiencia.
Además, en cada uno de los jueces reside una malicia distinta; la del arribista sin conciencia de clase, la del equidistante pasmao y cómplice y la del altivo y mezquino, particularidades estas que en ocasiones son herencia familiar. Que cada cual asigne una de ellas a cada juez, aunque el que más malos rollos trae consigo es el más joven.
Este país tiene la vara del bien y del mal en la divisoria Jordi Cruz. A un lado, el de Art Attack, el de la radio; el que pasó años enseñando a mi generación a crear un potingue a base de cola líquida y agua que podía pegarle las alas a un Boeing 747 si aplicabas la mezcla con un poco de papel de cocina. En el otro confín, Jordi Cruz el Malo, el de MasterChef; el que ha enseñado a todo un país que parecer un cretino no está en absoluto reñido con serlo, y que uno puede seguir siendo el malo aunque en la foto salga también un Vallejo-Nágera. La Transición era esto.