Cinco lobitos

7 de junio de 2022 22:51 h

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Hace unos días fui al cine a ver “Cinco lobitos” de Alauda Ruiz de Azúa. Ha sido, posiblemente, el relato sobre maternidades que más me ha removido desde que me hice madre. Y digo relato y no película porque para mí todas las historias sobre la maternidad forman un inmenso e infinito magma caliente que me atrae y me aterra sin remedio. Todo lo que se escribe sobre maternidades, lo leo; todo lo que se filma, lo veo con la vocación de armar una bibliografía personal que me acompañe. Porque todavía, tres años y medio después de parir, sigo preguntándome qué significa hacerse madre, cuál es mi lugar en una sociedad que penaliza y culpabiliza a las madres.

El primer fotograma de la película tiene como protagonista a una mujer joven sosteniendo en los brazos a un bebé de días en medio de una ciudad sin sueño donde no duerme nadie. El ruido y las voces a lo lejos rompen el silencio del útero materno, de esa pequeña burbuja en la que están ahora madre e hija. La muchacha, tan sola y vulnerable, tan extraña en esa estrecha y empinada calle siente que algo no encaja, ella no encaja allí, en su vida de antes, en su casa de antes, la que había dejado tan solo unos días atrás siendo una. La reconozco, es como si la pantalla del cine fuera un enorme espejo que me devuelve la imagen de otra muchacha tan desolada y tan a la intemperie como la protagonista de esta historia, otra muchacha que soy yo misma tres años atrás. 

Amaia (Laia Costa) parece una mamá-cierva que ha sido arrancada de un bosquecillo, apartada de su naturaleza y expuesta a otro mundo mucho más hostil, salvaje y desnaturalizado. Amaia, aunque todavía no lo sabe con certeza, intuye que está rota, fragmentada, no solo su cuerpo —la herida abierta por la que ha venido su hija al mundo—, su identidad es ahora doble, múltiple, un profundo agujero negro capaz de tragársela entera. Reconozco también su enfado y su frustración, la ira que la revuelve entera cuando, a los pocos días de nacer su hija, su pareja decide aceptar un trabajo que lo alejará de la casa, del nido, a pesar de que ella le pide, en un grito de auxilio susurrado para no despertar a la criatura, que no se vaya. Poco antes de que eso suceda, la madre de Amaia (Susi Sánchez) que está de visita junto con su padre para echar una mano en los primeros días, hace una pregunta que es la más esencial de todas, una pregunta que decidirá los papeles de esta joven pareja: «¿Habéis pensado ya cómo os vais a organizar con la niña?». 

La madre que acaba de nacer se queda sola con la hija en la casa y en la ciudad, su pareja se va de gira y su madre y su padre se vuelven al pueblo. Hay un par de momentos al principio de la película que coinciden con dos pequeños y cotidianos hitos en la vida de una madre que empieza: las primeras fiebres del bebé y la caída del bebé al suelo desde una distancia nada prudente. La película de Ruiz de Azúa está llena de estos pequeños momentos, aparentemente sin importancia, que son capaces de articular la experiencia materna y, precisamente por eso, porque aunque parezcan pequeños, cuando una está exhausta y agotada a las tres de la mañana, cuando lleva días, semanas sin dormir y sabe que lo único que tiene su criatura es a una madre destrozada, son capaces de hundirnos. Estos momentos son tan poco frecuentes en las ficciones que es como si existiera una enorme conspiración que hubiera querido silenciarlos. La bebé, la pequeña criaturita de días, semanas, cae al suelo desde el sofá y esa caída no es anecdótica, pues representa la caída simbólica de la madre —ahora madre e hija son solo una— en un profundo e insondable océano de culpa. Nunca sabremos si Amaia sufre una depresión posparto o simplemente un feroz agotamiento, pero su soledad y su entrega son tan reconocibles que una no puede meterse en esta historia sin hacer un profundo ejercicio de empatía. 

“Cinco lobitos” es un incómodo relato de la maternidad más solitaria y frecuente, la más contemporánea de todas: la que tiene lugar en la ciudad, sin tribu, sin amigas que entiendan de dolor y de pérdida, sin una madre cerca que sostenga, de nuevo, a la hija, con un trabajo amado y precario, en la soledad más absoluta y ordinaria. La maternidad que vivimos las mujeres de mi generación. Amaia está paralizada. El mundo gira, el tiempo corre, su hija crece y ella todavía intenta resolver las cosas como lo haría una mujer que no tiene que cuidar. Acepta encargos de traducción —sabemos que Amaia es traductora, una buena traductora a punto de conseguir un buen contrato—, pero el trabajo de traducción, cualquier trabajo, en realidad, parece incompatible con la maternidad. Y en un intento desesperado por salir de ese agujero, por tener algo de ayuda y de luz, se va al pueblo con sus padres mientras su pareja sigue girando con el mundo y no se cuestiona su papel de padre. 

Una vez en la casa familiar, las cosas no saldrán como Amaia espera, al fin y al cabo, no es esta una película exactamente sobre la maternidad, sino sobre la familia, los vínculos y los cuidados. Cuando le llega la certeza paralizante de que no podrá volver a traducir, al menos, de momento, su madre que tiene una mirada muy lúcida sobre el mundo dice otra de esas frases que articularán su existencia a partir de ahora: «Todas esas vidas que no vives son siempre perfectas, son ideales. En algún momento, hay que vivir la vida que te ha tocado, hija». 

Merece la pena leer un pequeño ensayo que acaba de publicarse, Silencios (Las afueras, 2022, traducción de Blanca Gago), donde la escritora Tillie Olsen indaga en los motivos que propician la desaparición de la identidad de la mujer bajo la identidad de cuidadora: «La maternidad instaura una abrumadora dinámica basada en la interrupción instantánea, la receptividad, la responsabilidad. Los niños necesitan algo ahora mismo, en un momento inaplazable, y es preciso recordar que, en nuestra sociedad, el hogar suele erigirse como un núcleo alrededor del cual se construyen el amor y los cuidados personales, mientras que el exterior queda relegado a un segundo término. El hecho de que esas necesidades sean tan vitales que llegamos a sentirlas como propias —y ahí entra en juego el amor, más que el deber—, y de que nadie más se haga responsable de ellas, les otorga una primacía absoluta. Entonces, la distracción, en lugar de la meditación, se convierte en costumbre; la interrupción en lugar de la continuidad, el esfuerzo errático en lugar de la constancia».

“Cinco lobitos” es una película hermosa, honesta y tristísima sobre una madre y una hija que hacen un viaje de ida y vuelta. En algún momento de la vida de las dos, justo cuando la hija comienza a sobreponerse de su propia maternidad, la madre enferma y se intercambian los papeles. Y madre e hija comienzan a vivir la vida imperfecta que les ha tocado.