Para colmo, la luz parpadeaba. Nunca me gustaron esas losas de azulejo tipo tablero de ajedrez, pero ahí estaba, plantado sobre una de ellas y decidiendo entre sumergir mi cabeza en la taza del retrete o comenzar por algo más sencillo y mojar mis muñecas con agua fría. Estaba sudando, llevaba sudando un rato fuera, mientras el vaho se confundía con el humo de los cigarrillos de la terraza. Caí sobre la puerta de madera del cuarto de baño con la espalda, sin tocar el suelo, y el sudor empapó mi camiseta. Entonces eran las nueve y diez.
Miré a mi alrededor y el decorado rococó y mal estilizado del lavabo quebró unos instantes mi tenue relación con la realidad. Tenía que mirar mis manos para comprobar si seguían ahí, si no habían huido, como deseaban huir de mí todas las demás partes de mi cuerpo. Estaban, de momento estaban, pero no sabía por cuánto tiempo. Cada paso era una decisión estratégica, porque apenas iba a poder dar cuatro o cinco antes de sentirme paralizado. Uno, dos, y al lavabo. Puse las manos, que temblaban como si las hubiera estrechado con el diablo, sobre la cerámica húmeda. Normalmente, eso me daría asco, pero mi cabeza estaba en otros asuntos y esa fobia mía al tacto húmedo de las cosas no estaba en la lista de prioridades. Me sentía como en uno de esos sueños en los que tratas de hacer algo pero caes al suelo todo el tiempo, hagas lo que hagas. Me sentía, en resumen, como en un sueño. Uno de esos momentos en los que estás deseando despertar con un móvil apuntando a tu cara porque te has quedado durmiendo y tus amigos te están grabando.
El agua del grifo corría sobre mis muñecas y el frío activaba poco a poco la circulación; volvía a sentir tacto en las manos y escalofríos en el cogote. Traté de evitar mirarme al espejo porque me confunde hacerlo, pero acabé cruzando miradas con mi reflejo y me perdí en algún momento vergonzoso de mi adolescencia. En el interior de mi estómago se cocía una venganza contra mi afición por el vino y mi proclividad a no frecuentar sitios de vinos y aceptar cualquier brebaje morado que me sirvan. Cerré los ojos para evitarme a mí mismo y di unos pasos en círculos alrededor del cuarto de baño. Aquella era la esfera más distinguida de mi intimidad, el primero de mis círculos del infierno. Como sabía qué venía después, di un par de pasos más y me acerqué al inodoro, porque venía una náusea.
Cuando las tripas se encogen y la espalda te duele de los hombros a las lumbares, los ojos se viran atrás y tu alma abandona el cuerpo, justo antes de vomitar, la sensación es de implosión. “Ahí va mi hígado”, piensas después de cada náusea. “Au revoir, vesícula”, tras cada espasmo. Cuando la sangre va hacia la cabeza del esfuerzo te preguntas cómo has llegado a esa situación, aunque todo aquello no tenga ningún sentido y hasta hacía cinco minutos todo estaba, como dijo Mariano, dentro de un orden y, por tanto, en equilibrio. El eco en la mente se extingue poco a poco y la tensión se amortigua en una leve y cálida sensación de placer que es la nada misma: el disfrute de no sentir ninguna cosa. Éxtasis en punto muerto.
Saqué en claro que tuve suerte de que aquel lavabo estaba muy bien cuidado y que, jamás de los jamases, escribiría sobre lo que acababa de pasar, porque al contrario que Fernando Pessoa yo no quiero hacer del desasosiego un arte, ni quiero ser de esos escritores tristes que suenan como a fado y huelen a pitillos industriales fumados desde un balcón color pastel en Baixa o en Bairro Alto. Y ya veis.
Salí del baño aún tambaleándome y esta vez sintiendo el verdadero frío mientras pensaba en que, un minuto antes de todo aquello, a las nueve y nueve, tenía algo que decir y no había llegado a hacerlo. “L’esprit de l’escalier”, pensé. “Qué cabrón, Diderot”. Ni siquiera recordaba de qué hablábamos, pero mientras buceaba en mis entrañas ahí dentro, no dejaba de ser una silla vacía en una mesa de diez personas, la voz muda de un tipo a punto de estallar en un cuarto de baño mal decorado. Caminé hacia mi gente. Nadie me preguntó, cosa que agradecí; a veces los amigos lo son por saber conceder silencios. Me senté sin decir nada. Entonces eran las nueve y cuarto, pero todos sabían qué había pasado.