Puede que los motivos que han llevado a Rivera y Ciudadanos a proponer la regulación de la prostitución no sean los más loables –ni loables a secas–, pero al menos han contribuido a que se reabra un debate vital para muchas mujeres, que siempre se cierra en falso y con alguna que otra demonización extra.
Decimos que los motivos de Ciudadanos no son inocentes porque, como buenos neoliberales, están motivados por lo exclusivamente económico (“con la regulación de la prostitución se podrían recaudar 6.000 millones de euros”, decía Albert Rivera) pero se disfraza de empatía (“estas personas parece que no existen, pero sí que están ahí, y tienen su sufrimiento y sus derechos”) para humanizar su discurso y conmover a la opinión pública, arañando votos a la vez de dos grandes sectores del electorado: los más preocupados por la economía y los más preocupados por lo social.
No es difícil ver la hipocresía en su argumentario, ya que Ciudadanos no se ha preocupado hasta ahora de sectores oprimidos, más bien se desentiende de ellos: recordemos que ya se ha posicionado claramente en contra de la cobertura sanitaria de los sin papeles, apelando –cómo no– a lo económico. Una regulación desde esta posición tendría el resultado holandés: dura legislación migratoria, correlación de fuerzas favorable para la patronal y muchas mujeres aún excluidas de las garantías que otras ahora obtienen de forma parcial y precaria.
Pero dejemos de lado el motivo mediático que ha reabierto el debate y centrémonos en las reacciones de unos y otros partidos (favorables al feminismo incluidos) que, por unanimidad, han negado la posibilidad de abrir la puerta de la ciudadanía a las mujeres que comercian con servicios sexuales.
De entrada, deberíamos resaltar que no parece muy feminista obviar el hecho de que las putas llevan décadas manifestándose y luchando contra las ordenanzas prohibicionistas y organizándose en colectivos, como Hetaira o Prostitutas indignadas, por todo el mundo, máxime cuando la genealogía feminista es un arma imprescindible para la transformación que nos ocupa.
Luego se pretende plasmar una postura más digna y realista resignificando un debate que hasta ahora no ha sido especialmente democrático ni saludable. Prueba de ello es que el grueso de los “argumentos” utilizados es un amalgama de falacias basadas en la apelación a la misericordia –entre otras– a fin de remover sentimientos: prostituidas, traficadas, comercio de órganos, explotación de niñas, prostituidores, venta del “cuerpo”… Una batería de significantes negativos que hace que cualquiera que les contradiga parezca un monstruo sin sentimientos. Sin embargo, seguiremos intentando defender una posición que tome partido por ellas, que al fin y al cabo son las que tienen más que opinar.
Ante la propuesta de Ciudadanos, el PSOE expuso que lo que ellos defienden “son sueldos dignos y que nadie tenga la obligación de prostituirse” (como si en los años de Gobierno del PSOE hubieran existido dichos sueldos y no la prostitución), reprochándole a Rivera su aprobación para que “se comercie con los cuerpos de las mujeres” y añadiendo que ellos “estarán siempre a favor de la igualdad y de los derechos de las mujeres, especialmente de las más jóvenes”.
Es paradójico que el PSOE, partido que redactó la Ley Integral contra la Violencia de Género y que dejó fuera de su definición –y, por lo tanto, de su cobertura– a las prostitutas y que les niega la posibilidad de otorgarles derechos, se agarre ahora al “estamos a favor de la igualdad y de los derechos de las mujeres”.
Por otra parte, resulta lamentable que haya sido Ciudadanos el que ocupe un lugar que deberían estar ocupando fuerzas rupturistas, como IU, que han optado por ignorar siempre generando un impasse en su propia cultura política, que siempre intenta dar voz a los de abajo. Por esto último, resulta incomprensible su veto en el caso de las trabajadoras sexuales. Por lo demás, esperamos que, en el caso de Podemos, la ciudadanía a la que apelan no quede obstruida para estas mujeres.
El Partido Popular, en boca de su portavoz, Rafael Hernando, también se mostró contrario, claro. El PP representa perfectamente a la derecha hipócrita que saca tajada de vincular prostitución con violencia de género para sus intereses religiosos, alegando que regular la prostitución supone legitimar la violencia contra las mujeres o, en palabras de Ana Botella, “la prostitución va contra la dignidad del ser humano”. Lo cierto es que, mientras el mensaje dominante incorpora tintes puritanos y eslóganes liberales, la situación de estas mujeres permanece igual: siguen siendo las de abajo, las grandes ignoradas.
La derecha siempre ha utilizado muy bien el discurso contra la violencia sobre las mujeres para, paradójicamente, limitar su autonomía, produciendo mayor violencia aún sobre ellas. Recordemos las palabras de Gallardón sobre el aborto: “Existe una violencia estructural que obliga a las mujeres a abortar”, y sustituyamos “abortar” por “prostituirse”. Su objetivo es negar la capacidad que tenemos las mujeres, las trabajadoras sexuales en este caso, para tomar las riendas de nuestra vida en un marco estructural no elegido, ya de por sí injusto y duro, que siempre será peor si se niega su capacidad de reflexionar y decidir sobre qué hacer ante su propia realidad. Los discursos que quieren que sean vistas como víctimas irrecuperables son perfectos para desempoderar y negar su capacidad de acción política.
Además de estas políticas 'salvacionistas', tenemos las abolicionistas y prohibicionistas que ya se están aplicando en ciudades como Madrid, Barcelona, Málaga o Sevilla, donde se han impulsado todo tipo de atropellos: desde redadas, multas a clientes y a las chicas, restricción de la libre circulación o agresiones por parte de una policía que no es denunciada porque posee los “papeles” que una ecuatoriana o tailandesa 'trans' no posee.
Estas ordenanzas han sido contestadas desde colectivos como los ya mencionados, en alianza con otros colectivos feministas, sindicales, migrantes, LGTBI y con candidaturas de unidad popular, como Barcelona en Comú. Allá donde hay una normativa de este tipo, es muy seguro que se pretenda gentrificar la zona: un invento neoliberal que consigue limpiar el área de aquello que se quiere invisibilizar y desplazarlo de forma silenciosa, 'adecentando' así la zona para que la ocupen sectores de un mayor nivel adquisitivo. Es el caso del barrio del Raval en Barcelona o la trasera de Gran Vía, junto a la plaza de la Luna, en Madrid.
La prostitución no deja de ser un trabajo ejercido en su mayoría por mujeres, muchas de ellas migrantes, que lo valoran como la mejor salida posible, nos guste o no, ante la feminización de la supervivencia. Pero no es un trabajo al uso; si así fuera, no haría falta este alegato, claro. Esta actividad, además de situarse en la tradición patriarcal que minusvalora los trabajos femeninos, conlleva un estigma que prepara a las mujeres para la exclusión y la violencia, que facilita su explotación y que acalla sus voces: relatos que pueden incluso poner en jaque el mito de la independencia masculina, ya que parece obvio que necesitan de sus servicios para tener compañía, comunicación, algún cariño y, en definitiva, los cuidados que sustraen de todas las mujeres, solo que en este caso ellas cobran por ellos. Posiblemente ese sea el gran delito: cobrar por algo que debería ser gratuito y por “amor”.
El estigma con el que cargan las prostitutas se crea al compás de la construcción social que se ha hecho de la sexualidad femenina, esa sexualidad con la que las mujeres debemos tener cuidado si no queremos ser acusadas de “puta” y que nos limita. “Puta” es la otra cara de la moneda del “maricón” para los hombres –aquello que no “deben ser”–, una injuria que afecta a todas las mujeres creándose un 'ellas' y un 'nosotras'. Quizás desde aquí habría que pensar que las fracciones de las feministas en torno al trabajo sexual alguna relación pueden tener con esa división 'ellas'-'nosotras'.
Y al estigma anterior se añade la caracterización de las mujeres como “esclavas sexuales”. Ante esta etiqueta, las profesionales del sexo apelan a su libertad, pero remarquemos que no 'libertad' en su sentido estricto: ninguna somos libres, ni siquiera aquella que cree serlo porque trabaja en el McDonald's de la calle Montera y no en las esquinas de la misma calle. Esta estigmatización es muy útil para la misoginia porque produce un efecto espejo invertido: define a las prostitutas como el paradigma del sometimiento patriarcal a diferencia de las que no ejercemos la prostitución, haciéndonos creer que somos ajenas a la estructura de dominación masculina. Esto dificulta la toma de conciencia de que la desigualdad nos afecta a todas las mujeres como mujeres.
UPyD también rechazó considerar la prostitución como trabajo, basándose en conceptos igual de superficiales que el resto. Todos los partidos usaron los conceptos “libertad” e “igualdad” en función de sus intereses, apropiándose de su universalidad. La libertad y la igualdad son un punto de llegada y no de partida, así que deberíamos descartar cualquier apelación a esos valores para justificar la existencia de cualquier trabajo, puesto que la articulación misma de 'trabajo' en nuestras sociedades, además de androcéntrica, resulta antagónica a la libertad misma. Aunque la industria del sexo es muy amplia y las mujeres pueden gozar de muchas condiciones diferentes entre ellas, hay una cosa que se hace común a todas: la necesidad de garantizar sus condiciones materiales de existencia.
Evidentemente, la trata tiene que ver –coincidiendo con el abolicionismo– con un sistema que empobrece a las mayorías sociales, haciendo de las mujeres “las más pobres entre los pobres”, como diría Dolores Juliano. Esa “feminización” de la pobreza limita sus opciones de vida y, sí, es lo que las empuja a vender servicios sexuales pero también a fregar letrinas y/o limpiar miserias ajenas en unas condiciones que no alarman a nadie.
La dominación masculina persigue a las mujeres en todas las facetas de la vida que les coloca en situaciones de poder frente al colectivo femenino. Esta ideología también niega nuestro estatus de seres sexuados, negándonos una sexualidad propia. Reconocer esto último puede alejarnos de las posiciones feministas que entienden que las relaciones heterosexuales son siempre relaciones de subordinación, donde las mujeres únicamente ocupan una posición de objeto.
Aunque no es un ejemplo de ello, sí que estas palabras de Beatriz Gimeno van en dicha línea: “Una relación sexual necesita de dos o más personas y aquí solo hay una parte, el hombre, teniendo sexo, mientras que la mujer está, en el mejor de los casos, esperando a que él acabe y en el peor, sufriendo”. No nos parece que recuperar el tópico de la sexualidad masculina siempre depredadora y la femenina siempre sumisa sea la mejor estrategia feminista, ya que no las reconoce como personas que intervienen en una realidad concreta con unos intereses propios, perdiendo así un principio fundacional del feminismo.
Cuando magnificamos la institución de la prostitución y la convertimos en el paradigma de la subordinación, es interesante sacar a colación a feministas como Simone de Beauvoir, Kollontai o Mary Wollstonecraft, que encontraban analogías entre el matrimonio y la prostitución, como dos caras de la misma moneda dentro del sistema que subordina las mujeres a los hombres: ¿cuánto de libres son las muchísimas mujeres que llevan décadas casadas con hombres a los que no les une ya el amor pero sí deudas, hipotecas e hijos; hombres con los que ya solo tienen en común el nivel de pobreza?
Otras posiciones se basan en la trata para defender su postura abolicionista, pero deberíamos optar por separar la trata de la prostitución porque, aunque permanece en el campo de la industria sexual, nos encontramos con dos realidades diferenciadas que necesitan respuestas específicas, al igual que nunca será igual la actuación política para el matrimonio “voluntario” que para los matrimonios forzosos. La posibilidad de ser objeto de trata representa, como toda violencia sexista, una forma de intimidación que se traduce en la necesidad del patriarcado de colectivizar y explotar a las mujeres como una propiedad de los varones.
Pero aun teniendo esto en cuenta, el discurso de la trata puede ser muy perverso, ya que se está usando para camuflar la actuación de todo un conjunto de prácticas represivas contra las mujeres inmigrantes que ejercen la prostitución: la legislación migratoria (creada para combatir la inmigración ilegal) es uno de los agentes que crea estas mafias de tratas, pero en vez de cambiarse esta legislación para acabar con las mafias se decide perseguir la prostitución. No deja de ser un argumento hipócrita que, además, nos recuerda todas las veces que hemos escuchado a políticos proclamar que las famosas cuchillas o concertinas en Ceuta son un mecanismo para “disuadir a las mafias de la inmigración”.
La conclusión es que no deberíamos comulgar con la filosofía del policía en las espaldas de las prostitutas y sí apostar por su autoorganización. Reconocerles derechos desde su posición de trabajadoras no implica abrir paso a la mercantilización de la sexualidad: no estamos proponiendo inventar algo sino actuar sobre lo que ya existe. Nadie debería aprobar la idea imperante de que es mejor que estén sin derechos que con ellos, más aún sabiendo que las políticas abolicionistas no acaban con la prostitución. Si a esto le añadimos, que no reconocer la prostitución como un trabajo con derechos supone enviar un mensaje a la sociedad que maquilla como éticamente aceptable la situación de marginación y explotación que sufren las trabajadoras sexuales (al final, son putas y ellas se lo buscan).
Decía Marx que los seres humanos hacemos nuestra propia historia a partir de unas circunstancias no elegidas, heredadas pero afrontables. La historia no deja de demostrar que cada colectivo oprimido tiene que edificar las condiciones de su propia liberación a través de su autoorganización y su articulación como sujeto político. Y esto ocurre cuando ellas se reafirman como trabajadoras sexuales y no como mujeres “prostituidas”. Se trataría, en este caso, de luchar contra el trabajo desde el puesto de trabajo, a través de prácticas políticas creadas en torno a colectivos sociales; un proyecto alternativo al neoliberalismo y al patriarcado. Solo así se puede abolir no la prostitución en sí, sino las condiciones que consiguen que sea una actividad practicada masivamente.
Al final, qué cosas, las realmente abolicionistas vamos a ser nosotras, las que estamos con las putas.