Ciudadanos: vivo o muerto

22 de abril de 2021 21:58 h

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Ángel Gabilondo podrá ser un experto en las complejidades de la metafísica, pero la política, a la que hoy dedica sus energías, es cosa prosaica y terrenal. Tanto, que el candidato socialista a la presidencia de Madrid se ha visto obligado a pasar en apenas un mes, sin escalas, del categórico “Con este Iglesias, no” al casi implorante “Pablo, tenemos 12 días para ganar”. En el mundo de la abstracción filosófica, la justificación de un giro de semejante envergadura le hubiese exigido sesudas argumentaciones ontológicas; en el territorio vulgar de la política solo ha necesitado echar un vistazo a las encuestas para constatar que las veleidades centristas que acarició no hace mucho tiempo a raíz de los sucesos de Murcia se han estrellado contra la realpolitik y la realidad demoscópica.

¿Qué ha cambiado para que Gabilondo vea ahora en el líder de Unidas Podemos a un aliado, a un amigo, a un pana? Pues que Ciudadanos, al que tenía en sus planes como potencial aliado, le ha hecho saber de las más distintas maneras que su voluntad es asociarse con el Partido Popular. La última fue en el debate electoral del miércoles en Telemadrid, donde el empalagosamente moderado Edmundo Bal se dedicó a rivalizar con Vox por los cariños de Ayuso, que recibía esas manifestaciones de obsecuencia con unas muecas que no permitían colegir si eran de satisfacción o desdén. En esto quedaba el compromiso de Ciudadanos con la moderación: en seguir asociado a una líder que tacha de mantenidos a los que hacen las colas del hambre y en hacerse amablemente el sueco ante la circunstancia de haber gobernado hasta ahora en Madrid con el apoyo activo del ultraderechista Vox.

El problema al que se enfrenta Ciudadanos es si vivirá para contarlo. La formación naranja se ha convertido en uno de esos personajes de Jack London que deambulan por la inmensidad de Alaska en busca de oro, a los que acompañan a cierta distancia los lobos hambrientos a la espera de que se desplomen por hambre o fatiga para devorarlos. Gabilondo, al tiempo que tendía puentes con la formación naranja, pretendía apoderarse de una parte sustancial de sus decepcionados votantes, pero pronto descubrió que ya los estaba acaparando el PP. Lo paradójico del caso es que el poder magnético de Ayuso podría ser al mismo tiempo su fuente de infortunio, porque la perspectiva de formar gobierno se le dificultará si Ciudadanos no supera el umbral del 5% de los votos que le permita entrar en la Asamblea regional. 

Eso es, justamente, lo que anuncia el barómetro flash divulgado ayer por el CIS: que, gracias en gran medida al hundimiento del partido de Bal, el bloque progresista podría conseguir los escaños suficientes para hacerse con el Gobierno madrileño. Para entenderlo de manera gráfica: el PP quiere un Ciudadanos debilitado, pero lo suficientemente vivo como para aportar algunos escaños a la causa, y el PSOE lo quiere inequívocamente muerto y bien enterrado. Lo único claro a estas alturas es que la inclinación del gobierno madrileño a uno u otro bando podría depender finalmente de los signos vitales con que llegue la formación naranja al 4 de mayo. Si en esto consistía su pretensión de consolidarse como partido bisagra, pues qué le vamos a decir, felicidades, lo ha logrado.

El último barómetro ha tenido un efecto balsámico en el progresismo madrileño, que, pese a ser ideológicamente mayoritario en la comunidad, ha visto con resignación cómo la derecha ha gobernado e impuesto su agenda neoliberal durante los últimos 26 años. Tal como espetaron los tres candidatos progresistas a Isabel Díaz Ayuso en el debate del miércoles, el supuestamente exitoso modelo de Madrid, que le ha permitido superar a Catalunya como la comunidad más rica de España, se ha edificado sobre la destrucción de la cohesión social y el desmantelamiento imparable del andamiaje público. Eso explica, entre muchas otras cosas, que Madrid sea hoy la región que menos invierte en salud en relación con su PIB y la penúltima en inversión sanitaria por habitante, lo que se refleja con toda su crudeza en la catástrofe de las residencias y en unas listas de espera de más de medio millón de personas para recibir atención médica.

Después de ver el debate electoral en Telemadrid, una pensaría que las imágenes que transmitieron Ayuso y Monasterio, con su lenguaje vulgar y agresivo, su arrogancia, sus mentiras, su carencia de sensibilidad hacia los que sufren, su ignorancia grotesca y su desprecio a los contrincantes, bastarían por sí solas para movilizar a todos aquellos madrileños que, en los barómetros del CIS, expresan su deseo de que ganen las fuerzas progresistas, pero asumen, con una fatalidad amasada en cinco lustros de frustraciones, que la derecha volverá a gobernar. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. La capacidad de la derecha para mantener en estado de tensión permanente a sus votantes es poderosa. Para derrotar a esa maquinaria no basta con recoger los posibles frutos de un debate televisivo, cuyo recuerdo se diluirá en los próximos días, o con rogar que Ciudadanos no consiga el número de votos que le permita entrar en la Asamblea. Algo más habrá que hacer, y el tiempo vuela: ya no quedan 12 días, sino 10.

Apostilla: En mi opinión, el ganador del debate del miércoles fue Pablo Iglesias. Demostró rigor con los datos y una habilidad discursiva que le permitió poner en aprietos a Díaz Ayuso. Ignoro si su encendida exhibición de lealtad a la Constitución al defender el modelo tributario progresivo anticipa una actitud más moderada respecto a otros capítulos de la Carta Magna. Los otros dos candidatos progresistas también salieron airosos. Aunque Ayuso y Monasterio me parecieron patéticas, no me atrevería a decir que perdieron: quizá, por el contrario, avivaron el entusiasmo entre sus votantes, a los que les va la marcha cañí y retadora. Y qué se puede decir del bueno de Edmundo Bal, el único ser del planeta que no es guerracivilista, salvo desearle que la deglución de sus seguidores por el PP sea lo menos dolorosa posible. Esperemos las encuestas.