El Código Penal de Gallardón, una reforma made in USA
En el año 2006 los medios de comunicación se inundaron de noticias que aseguraban que habían detenido en España a redes internacionales de piratería en la “más importante operación policial en toda Europa”. La ministra de Cultura, por entonces Carmen Calvo, aprovechó la coyuntura para golpearse el pecho en un discurso en la Biblioteca Nacional reivindicando aquella acción como una de las más importantes durante su cargo. Y así, celebrando el gol mientras señalaba el número de su camiseta, bajó triunfal del atril.
No tardó mucho en llegar la primera resolución, el famoso auto de sobreseimiento de una de las webs denunciadas, la página Sharemula.com. El auto archivaba el asunto porque entendía que enlazar a obras intelectuales no es delito. Y así, a las primeras de cambio, las denunciantes vieron morir su mediática acción judicial cuando apenas acababa de empezar. Tras Sharemula vinieron muchas más resoluciones idénticas y los casos de “la operación más importante contra la piratería en toda Europa” se archivaron sin ir ni siquiera a juicio.
Echando la vista atrás me doy cuenta de hasta qué punto yo era ingenuo en aquellas fechas. Creía que esas resoluciones dejaban claro que los gigantes en el fondo tienen los pies de barro y que se les podía plantar cara. Esa impresión se diluyó cuando EEUU vino a poner a cada uno en su sitio y a demostrar quién manda. El informe 301, de cuya redacción se encargan las multinacionales del entretenimiento estadounidenses, puso a España en la lista negra de los “países más piratas”, y ello porque la resolución Sharemula era el mayor ejemplo “de la frustración” de la industria con “los procesos judiciales en España”. El anterior Gobierno fabricó la vacuna para paliar toda esa frustración y redactó la Ley Sinde, que fue aprobada por el Gobierno actual. Con la Ley Sinde-Wert han sustituido a los jueces que no daban la razón a la industria del entretenimiento y ahora es el Ministerio de Cultura el que tiene la facultad de decidir sobre estos casos en una vía administrativa creada al efecto.
Con la aprobación de la Ley Sinde-Wert, EEUU, que nos había levantado la mano, la bajó y nos sacó de la lista 301 por buen comportamiento. La Ley Sinde, que tiene la misma capacidad para frenar las descargas que la que tiene poner un dedo en un colador para frenar el agua, no dio los resultados esperados. Las amenazas no han tardado en volver y el pasado mes de febrero, la industria de EEUU señaló con el dedo la lista a la que volveremos si lo que ven por aquí no les acaba de convencer. Hay que recordar que estar en esa lista no es una mera mancha estética sino que puede suponer la imposición de sanciones comerciales desde EEUU.
El Código Penal de Gallardón sigue ese mismo camino de transformar en ley los deseos de las multinacionales estadounidenses. Hasta ahora los jueces lo veían claro y decían que por mucho lucro que hubiera, un enlace a una obra intelectual “facilita el acceso” a la misma pero ni la copia ni la comunica públicamente, que es la actividad prohibida. Así, la sentencia de 9 de marzo de 2010 del Juzgado de lo Mercantil nº 7 de Barcelona, -que son los juzgados especializados del orden civil para asuntos de propiedad intelectual- dijo que “en nuestro derecho no está prohibido favorecer, orientar o ayudar mediante enlaces, en la búsqueda de archivos que contengan obras protegidas”.
En el mismo sentido la Audiencia Provincial de Alicante en su sentencia de 18 de febrero de 2010 dice que “si bien los actos de selección, ordenación e información de títulos facilitan la descarga, no pueden equiparse a ésta”. Como ven, las sentencias reconocen que estas webs “facilitan el acceso” a las obras, pero aclaran que la actividad prohibida es su comunicación pública, lo que exige alojar el archivo y no sólo indicar dónde se halla mediante un enlace.
Mientras que nosotros los mortales recurrimos las sentencias con las que no estamos de acuerdo, los grupos de presión de las grandes multinacionales disponen de atajos. El nuevo Código Penal arregla el problema de la industria de forma sencilla: como los jueces dicen que facilitar el acceso a obras intelectuales “en nuestro derecho no está prohibido”, con la reforma ya lo estará. Así de simple y así de sencillo. Y además no estará castigado de cualquier manera sino que la pena prevista sería de seis meses a tres años de prisión. La desproporción es tal, que es una pena sustancialmente mayor que la que actualmente está prevista para el acoso sexual por alguien que aprovecha su superioridad jerárquica en el trabajo. De hecho si una productora de cine porno exhibiera sus obras en una guardería tendría menos pena que si yo enlazara a canciones infantiles en un blog con publicidad.
Basta leer someramente la reforma para percatarse de su desproporción y de los peligros que encierra su amplia y burda redacción de brocha gorda. La solución, si existe, no estará en redactar artículos como éste con la esperanza de que el Gobierno se dé cuenta del disparate. Eso es inútil. Me temo que tan inútil como explicar a un guiñol las barbaridades que por su boca dice el ventrílocuo. Lo único que a la represión le hace replantearse su estrategia es su ineficacia y hace tiempo que se demostró que cada reforma legal en cuestiones de propiedad intelectual solo ha servido de estímulo para la sofisticación de los modos de compartir bienes culturales. El problema al que intenta dar solución la industria de los contenidos no está ni nunca ha estado en lo que dice la teoría legal ni en su interpretación por los jueces, sino en la transformación de las obras intelectuales en unos y ceros y en su ya absoluta ingobernabilidad.
Pierden el tiempo la industria y el Gobierno, su fiel representante, en una batalla que sin embargo dejará muchas bajas colaterales. Quizás deberían centrarse solo en la cuestión que parece resoluble y que no es desde luego prohibir lo que es imposible frenar. Quizás deberían plantearse que hasta ahora los únicos que han conseguido que ciudadanos como yo no descarguemos tanto, no han sido ni Sinde, ni Wert ni lo será Gallardón. Se llaman Spotify, Filmin y Steam.