Colgar a Sánchez
Parafraseando al secretario general de la ONU, António Guterres, nada ocurre en el vacío. Lo ocurrido esta Nochevieja frente a la sede del PSOE en la madrileña calle de Ferraz, en que un grupo de fascistas colgó de un semáforo un muñeco de Pedro Sánchez al grito de “hay que acabar así con él”, no surgió de la nada. La simulación del ahorcamiento del presidente ha sido un capítulo más –me temo que no el último– dentro de una campaña sin precedentes de agitación contra el Gobierno y la izquierda cuya responsabilidad no hay que achacar solo a los extremistas de Vox, sino también, por acción u omisión, al Partido Popular.
Desde que Sánchez llegó a la Moncloa en 2018, la derecha y la ultraderecha no han parado de exacerbar el clima político con el fin de desestabilizar al Ejecutivo progresista. La razón es simple: no soportan que otros manden; creen que el poder les pertenece a ellos por derecho natural. Las graves acusaciones de que es un Gobierno ilegítimo, aliado de rojos, separatistas y etarras, vienen de entonces. La ofensiva se ha recrudecido a raíz de la reciente investidura de Sánchez para un nuevo período, que parecía una quimera después de la victoria aplastante de las derechas en las elecciones municipales y autonómicas de mayo.
Recordemos solo algunas cosas que ha hecho el PP en los últimos meses. Sembrar preventivamente dudas sobre la limpieza de las elecciones de mayo, para enardecer a sus huestes si los resultados no les eran satisfactorios (¿se acuerdan de Mojácar?). Acoger como propio el lema “Que te vote Txapote” durante la campaña para las generales, sin considerar la falta de respeto que suponía hacia millones de votantes socialistas y diversas organizaciones de víctimas del terrorismo. Sostener que Feijóo debía gobernar por ser el “ganador” del 23J, desconociendo las reglas de la democracia parlamentaria según las cuales gobierna quien logra la mayoría en el Congreso y esparciendo en amplias capas de la sociedad la idea de que hubo un fraude electoral. Acudir a Bruselas para torpedear los fondos comunitarios a España con el argumento de que el Ejecutivo es poco fiable para gestionarlos, sin importarles un pimiento las nefastas consecuencias que sus acusaciones, afortunadamente desatendidas, habrían tenido para el conjunto de los españoles. Justificar el acoso de un delincuente al hoy ministro de Transportes, Óscar Puente, al presentar ese acto violento como una consecuencia natural de la dura intervención parlamentaria del exalcalde de Valladolid contra el PP en septiembre pasado. “Ya no pueden salir a la calle, por eso Sánchez viaja en Falcon”, soltó el actual portavoz de PP en el Congreso, Miguel Ángel Tellado, en lugar de condenar la agresión. Súmense a todo ello las (legítimas) manifestaciones multitudinarias convocadas contra la investidura, la ley de amnistía o la moción de censura en Pamplona (el “pacto encapuchado”, lo bautizaron). Y añádase el secuestro desde hace cinco años del CGPJ, impidiendo que el órgano de gobierno de los jueces refleje el cambio social arrojado por las urnas, en lo que constituye un golpe a la democracia cuya magnitud no debería minimizarse.
Pero quizá lo más grave que ha hecho el PP es normalizar definitivamente a la extrema derecha y abrirle de par en par las puertas de la gobernabilidad en comunidades y ayuntamientos. También la habría incorporado al Gobierno central si hubieran dado las cifras. No solo le ha abierto las puertas, sino que ha ido asumiendo progresivamente parte de su discurso y su programa, sobre todo en materias como la igualdad, la cultura o el cambio climático. La censura de obras de teatro o conciertos, así como la supresión de subvenciones para organizaciones de defensa de la mujer o de memoria histórica, se han vuelto moneda corriente en las instituciones dirigidas por el PP y Vox.
El partido ultra ha estado detrás de las concentraciones violentas frente a la sede del PSOE, donde se han visto saludos fascistas y banderas preconstitucionales. Su líder, Santiago Abascal, se ha paseado en alguna de ellas con el expresentador de Fox News Tucker Carlson, conocido racista y antisemita, que alentó el asalto al Capitolio tras la derrota de Trump. Días atrás, el portavoz de Vox en el Ayuntamiento de Madrid, Javier Ortega Smith, agredió en el Pleno al concejal de Más Madrid Eduardo Rubiño. En su reciente visita a Buenos Aires para asistir a la posesión del presidente Milei, Abascal manifestó aquello de que “habrá un momento en que el pueblo querrá colgar de los pies a Pedro Sánchez”. La ‘performance’ de Nochevieja, en la que colgaron el muñeco del presidente, fue convocada por Revuelta, la organización juvenil de Vox. Salvo en el caso de Ortega Smith, el PP ha mantenido una actitud complaciente con los excesos de su aliado.
El partido de Abascal es agresivo, de manera cada vez más abierta y desafiante. Pero sus insultos y bravuconadas tendrían menos capacidad de perturbación sin la participación activa del PP en la inflamación ambiental. En ocasiones incluso confluyen sus amenazas. Esto dijo Abascal en el Congreso a propósito de la ley de amnistía: “La amnistía es un ataque, una agresión de la que el pueblo tiene el derecho y el deber de defenderse. Y lo hará. Después no vengan ustedes lloriqueando”. Y esto dijo enigmáticamente el expresidente José María Aznar, la voz que más pesa en el PP: “El que pueda hacer, que haga; el que se pueda mover, que se mueva”. ¿Sorprende a alguien que en este clima de iracundia, caldeado día tras día por la leal artillería mediática de la derecha, un militar retirado escriba en el chat de la XIX Promoción del Ejército de Aire: “Confío en que salga otro mata rojos, pero esta vez no se quede corto, hay que aniquilar 26 millones, más niños”?
Entiendo que la ley de amnistía disguste a muchos ciudadanos, pero, sinceramente, no creo que rompa o humille a España. Como no se rompió cuando insignes figuras de la dictadura se colaron en la ley de amnistía de 1977, concebida inicialmente en beneficio de las víctimas del aparato represor del franquismo. También entiendo la repugnancia que produzca a algunos Bildu, pero no es cierto que esta organización sea “heredera” de ETA, como repite una y otra vez el PP; no lo digo yo: lo dijeron en su día los hoy destacados dirigentes populares Javier Maroto y Borja Sémper, vascos ambos, que sabían de lo que hablaban (aunque hoy, acomodados en el aparato nacional del partido, se hagan los despistados). No comparto las piruetas equidistantes de algunos al achacar a todos los partidos por igual el preocupante clima de crispación que reina hoy en el país. Sin duda, todos ponen, de un modo u otro, su parte. Pero estoy convencido de que, en este momento histórico, la mayor amenaza para la convivencia y la democracia, tanto en España como en buena parte del mundo occidental, es la extrema derecha. Encarnada aquí por Vox, con la bendición del PP.
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