Yo, me van a perdonar, no condeno por decreto. Yo no condeno por obligación, no condeno a demanda. Yo, si no quiero, no condeno ni muestro mi repulsa ni pongo un tuit o escribo una columna. Estoy en mi derecho. Parecerá absurdo tener que referirse a ello pero la presión que la libertad de expresión sufre en nuestro país no sólo se cifra en la represión de las conductas o de los escritos realizados sino también en la imposición de una obligatoriedad social de pronunciarse contra determinados hechos. No condenar es también parte de mi libertad de expresión que incluye la de no tener que pronunciarme por obligación.
El derecho a no opinar sobre lo que no se desea, a no adscribirse a una corriente mayoritaria, a permanecer en la indiferencia o a mantener en nuestra intimidad nuestra opinión o la falta de ella forma parte también de nuestra libertad. Un repaso por las formas más extremas de crueldad y de fascismo de la historia de la humanidad nos demuestra cómo, en muchos casos, la tortura o la represión no se utilizaban sólo contra los que se manifestaban públicamente contra el discurso establecido sino también para obtener de los disidentes la repetición del discurso dominante. Doblegarles hasta conseguir que opinaran lo que no pensaban o aquello sobre lo que ni siquiera se habían formado opinión. Puro fascismo.
La exigencia de la repulsa se ha convertido en una intolerable presión sobre el individuo y los grupos en la sociedad actual. Se utiliza como arma para no asumir los hechos que son contrarios al propio pensamiento y así se impreca al que piensa distinto “¡ya, pero no vi que condenaras....!” pretendiendo que tal delito, el de la falta de condena, invalida la expresión de aquella que sí te sale de las vísceras.
Esa obligatoriedad de la expresión se encuentra también de forma incomprensible en forma de sentencia. Los magistrados que condenaron a Cassandra por sus tuits se descuelgan afirmando en su resolución, para contextualizar los hechos dicen, que la tuitera se refirió hasta en cuatro ocasiones a ETA “sin denigrarla” como si cualquiera deviniera obligado, para ser un ciudadano de bien, a intercalar un “asquerosa banda de asesinos” cada vez que mencione a la organización terrorista. Siento explicarles a los magistrados que eso tiene poca cabida en un titular, es demasiado largo. Ironías aparte, dejo constancia de haber escrito lo de asquerosa banda, no sea que yo tampoco entre en su norma.
Lo mismo nos constriñen aquellas tendencias que pretenden forzarnos a condenar con la misma intensidad cualquier atentado cometido en cualquier lugar del mundo como si hubiera sucedido en nuestro entorno o a la puerta de nuestras casas. La realidad nos percute en el ánimo en tanto en cuanto que se aproxima a nuestra vivencia personal. El hombre teme sobre todo su propia muerte y su propio sufrimiento y, por tanto, tiende a empatizar más con todo aquel suceso trágico que también podría haberle sucedido a él. Busca respuestas, quiere protección porque teme que algún día se vea concernido por hechos similiares. Nada más humano.
Los periodistas estudiamos en nuestras primeras lecciones una regla inmutable de la noticia, el interés, y aprendemos que los grados de interés noticioso vienen determinados por la actualidad, la novedad, la proximidad y la relevancia. Algunos añadirán el interés humano que no es otro que el compendio de los anteriores. La proximidad. No es de malnacidos ni de hipócritas estremecernos cuando las bombas asuelan París y no hacerlo tanto cuando lo hacen en África o en otros lugares remotos.
Es ese el motivo de que me preocupen más los ataques a la libertad de expresión en nuestro occidental y democrático país que la represión a los blogueros iraquíes. No digo que no me preocupe pero me ocupa menos, y estoy en mi perfecto derecho. Metida en este camino internacional les diré que nunca he condenado ni a Maduro ni ninguno de los sucesos de Venezuela –tampoco los de Paraguay pero eso no le importa a nadie– sobre todo porque no tolero imposiciones sobre mis pronunciamientos y menos cuando se trata de maniobras para defender intereses políticos cercanos, muy cercanos.
No pienso hacerlo, y no sólo porque mi ocupación en otras muchas áreas de interés no me haya dejado tiempo para analizar en profundidad un sistema como el venezolano que no conozco del todo, sino sobre todo porque quiero opinar de lo que me salga de las narices o de lo que por motivos profesionales me sea requerido y quiera. No soy una máquina expendedora de opiniones a demanda. No estoy obligada a poner tuits de repulsa o a rasgarme las vestiduras cada vez que las redes sociales lo requieran.
No, no quiero ser una borrega. Quiero conservar mi derecho a clamar, a apasionarme, a luchar o a pelear por aquello que de verdad me sale de lo más profundo. Es seguro que me dejaré en el camino muchas guerras justas, muchas batallas en las que merece la pena estar, pero somos humanos y no podemos intentar abarcarlo todo so pena de dispersarnos en un pensamiento líquido y delicuescente; un pensamiento melifluo con el poder de la opinión mayoritariamente expresada.
La libertad es un territorio que además de externo es interno. Debemos pelear para que el poder no nos restrinja el ámbito exterior pero, y no menos importante, debemos luchar para conservar siempre la libertad de espíritu.
Yo, y no tengo que pedir disculpas por ello, no condeno.