Reconozco que no soy un experto en los vericuetos del sector judicial español. Para formarme un criterio sobre las decisiones de los tribunales y sus implicaciones políticas me remito a los expertos en la materia, sobre todo a los que tienen la virtud de hacer que temas abstrusos se vuelvan comprensibles para legos como yo. Sin embargo, no hace falta poseer una gran formación jurídica para percibir que algo inquietante está sucediendo en el poder judicial y que ese algo está relacionado con la obsesión de la derecha por tumbar al Gobierno democráticamente elegido por los españoles. Los casos del juez Juan Carlos Peinado, en la investigación de Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno; del juez Joaquín Aguirre, con la supuesta “trama rusa” de los independentistas catalanes, y de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, con su reciente decisión sobre el alcance de la ley de amnistia, transmiten la sensación inevitable de que la justicia está siendo utilizada para algo más que para su mandato constitucional de aplicar la ley.
Ignoro qué curso tomará el caso de Begoña Gómez. Lo que quiero resaltar es su pecado de origen: la aceptación por parte del juez Peinado de una denuncia del pseudosindicato ultraderechista Manos Limpias basada en recortes de prensa, incluido un bulo reconocido por el propio querellante. Aunque la Ley de Enjuiciamiento Criminal no impide que recortes periodísticos sirvan de base para iniciar un procedimiento de oficio, la jurisprudencia del Tribunal Supremo establece que deben existir “indicios suplementarios” para abrir la investigación. Siguiendo este principio, el propio Supremo tumbó en 2016 una querella de Manos Limpias contra Podemos por delitos de blanqueo y falseamiento de cuentas porque no había ningún “elemento o principio de prueba” aparte de las informaciones periodísticas. Esos “indicios suplementarios” no existían inicialmente en el procedimiento judicial contra Begoña Gómez. El procedimiento fue prospectivo en su origen, es decir, se lanzó un anzuelo para ver qué se sacaba. Con ese punto de partida, es apenas comprensible que la actuación del juez instructor despierte suspicacias. Haber anunciado cinco días antes de las elecciones europeas la citación de Gómez para el 5 de julio fue interpretado inevitablemente como una actuación para interferir en los comicios en favor de la derecha. Y que haya aplazado, por un fallo de su juzgado, la declaración de la esposa del presidente para el 19 de julio ha sido considerado un ardid para obligarla a un nuevo paseíllo por sede judicial. El único responsable de las sospechas que envuelven al juzgado de Instrucción número 41 de Madrid en el caso de Begoña Gómez es su titular. Su conducta a lo largo de este procedimiento ha estado muy lejos de la que se espera en un togado imparcial cuya misión es aplicar sin prejuicios la ley.
Y qué decir del juez de Instrucción número 1 de Barcelona, Joaquín Aguirre, que ha reactivado la “trama rusa” del procés pese a que la Audiencia Nacional había desechado investigarla por falta de credibilidad. El lunes pasado, Canal Red difundió unos audios en los que el juez Aguirre presume de haber bloqueado la ley de amnistía: “Es que será su tumba, al Gobierno le quedan dos telediarios alemanes. Y ya está. A tomar por el culo. Entonces, hay gente que se está situando ya, que ya ha tomado partido, y el partido soy yo”, dice. Y luego alardea: “Me han dicho que ayer lo de la ley de amnistía se tumbó por mí”. Ignoro cómo funciona la comisión disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial, pero el sentido común dicta que una conducta como la del juez Aguirre debería tener alguna consecuencia. ¿Cómo puede seguir instruyendo una causa el mismo togado que reconoce que su objetivo es el Gobierno? Si esto ocurre con un sistema en el que, con todos y sus defectos, el gobierno de los jueces se elige en el Parlamento, no quiero imaginar qué sucedería si los jueces escapan por completo al escrutinio democrático.
De los autos del Supremo sobre la aministia han hablado muchas voces autorizadas en estos últimos días. Todas coinciden en que se ha producido una usurpación inaceptable del poder legislativo por parte del alto tribunal. Por recordarlo de manera sencilla: el Congreso aprobó una ley en la que incluyó entre los delitos acogidos por la amnistia el de malversación, siempre que no hubiera existido propósito de enriquecimiento personal. El texto de la ley es tan claro que difícilmente puede ser reinterpretado. Pues la Sala Segunda del Supremo lo ha hecho, con un argumento jupiterino: los indepes, al financiar el referéndum del 1-O con fondos públicos, sí incrementaron su patrimonio, porque, si no hubieran echado mano de las arcas de la Generalitat, habrían tenido que pagar de sus bolsillos la consulta popular. Por tanto, el dinero que se ahorraron constituye un enriquecimiento personal. Ala, y sin que se les mueva un músculo de la cara a los cinco señores magistrados, presididos por Manuel Marchena; digo señores, porque la única magistrada, Ana Ferrer, firmó un voto particular de disconformidad que debería al menos sonrojar a sus compañeros de sala por su contundencia expositiva. Más aun: tal como lo recuerda Ignacio Escolar, el propio Tribunal Supremo, en su sentencia del procés, no vio ningún enriquecimiento personal en los condenados. ¿Qué ha cambiado para que ahora, con una ley que explica con nitidez en qué circunstancias la malversación puede acogerse a los beneficios de la amnistía, salgan los magistrados de la Sala Segunda a determinar por su cuenta qué entra y qué no en la medida de gracia? Y, si tenían dudas, ¿por qué no recurrieron al Tribunal Constitucional en busca de claridad, como bien lo plantea el magistrado Guillem Soler en este artículo?
“El que pueda hacer que haga”, dijo José María Aznar. No sé si los jueces estén actuando en sintonía con la consigna del gran timonel de la derecha. Lo único que puedo decir de momento con certeza es que hay jueces que pueden desprestigiar la justicia, y lo están haciendo.