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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La confluencia es cuestión de democracia, no de partidos

Toda época trastornada —y esta desde luego lo es— suele expresar sus aspiraciones en torno a una convención. El largo siglo XIX encontró en el término socialismo un concentrado de ideales y prácticas que se oponían a los paisajes dickensianos de la civilización burguesa. El '68 francés hizo del “prohibido prohibir” la forma ingenua del antiautoritarismo que, de modo mucho más abroncado, se manifestó en las luchas andisciplinarias de la escuela, las instituciones psiquiátricas y los centros de trabajo. Hoy en España, esa convención se llama democracia. Recuerdan los eslóganes del 15M “lo llaman democracia y no lo es” o “democracia real ya”.

El problema de una convención es que no define exactamente los objetivos y las prácticas de cambio. Tan sólo marca unas aspiraciones, a veces vagas, y una retórica, normalmente ambigua, que se puede torcer con métodos y prácticas contrarios al ideal que aparentemente se expresa. Esto es lo que está ocurriendo con la llamada confluencia y con el consabido baile de declaraciones entre Pablo Iglesias y Alberto Garzón.

Recapitulemos. En mayo pasado —parece una eternidad pero fue antes de ayer—, las candidaturas ciudadanas lograron, entre otros muchos méritos, conquistar cinco grandes ayuntamientos del país: Madrid, Barcelona, Zaragoza, Coruña y Cádiz. Formalmente, y salvo en Cádiz, estas candidaturas lograron el apoyo de la mayor parte de las formaciones hoy en liza en la llamada confluencia: IU, Equo y también Podemos. En términos prácticos, no obstante, la mayor parte del trabajo que posibilitó las candidaturas municipalistas fue llevado a cabo por equipos que tenían una larga trayectoria en movimientos sociales y/o se habían formateado (incluidos algunos militantes de partido) en el 15M, la PAH o las Mareas por los derechos sociales.

Resultado: los cinco alcaldes de estas ciudades, así como la parte del león de cada uno de los equipos de gobierno, son personalidades reconocidas de las nuevas figuras del protagonismo social: Colau portavoz de la PAH, Kichi de la Marea Verde, Santisteve activista del movimiento anti-cárceles, Ferreiro abogado de movimientos sociales. Una lección importante para la confluencia: sólo en aquellas ciudades donde la confluencia ha estado liderada por una parte que no es de parte (de partido) se consigue un método de participación lo suficientemente inclusivo y democrático como para ser capaz de traducirse en victorias electorales.

Habrá quien piense que todo esto obedece a una idea ingenua y maldiciente sobre los partidos, un viejo perjuicio libertario que impugna la base de toda vida democrática: el sistema de partidos y la participación en política a través de los partidos. La cuestión es que guste o no, acertada o no, esta idea informa, constituye y da sentido a la convención de nuestra época. Fíjense en el primer éxito de Podemos, ¿no se debió, ante todo, a que era un “partido-antipartido”, un “instrumento de la gente”, en donde “la gente lo decide todo” en elecciones primarias, referéndum internos y hasta 1.100 asambleas (muy semejantes a las del 15M) repartidas por el territorio? Y de forma inversa, ¿no tiene que ver la rápida caída de Podemos con su acelerado envejecimiento, convertido ya en un partido tanto o más jerárquico y burocrático que todos los demás? Entre esas “máquinas de repartir cargos” que son los partidos y la democracia como ideal de autogobierno ciudadano existe una contradicción casi insalvable.

Por ir rápido, en este país existe un enorme potencial de cambio. Así lo han mostrado las elecciones municipales y las encuestas que en el otoño dieron a Podemos techos superiores al 25% del voto. Sin embargo, ese inmenso hueco electoral constituye una incógnita difícil de despejar. Si se moviliza de forma suficiente y convincente se puede convertir en la mayor fuerza electoral del país. Si se deja a la inercia del juego partidario —los pactos y divisiones de las cúpulas de las formaciones— los resultados serán mediocres.

Con el objeto de reproducir a escala ampliada el éxito de las municipales, a mediados julio se publicó un manifiesto con el rótulo 'Ahora en Común'. La idea era sencilla, levantar de nuevo lo que quedara del 15M para volcarlo sobre las generales en un escenario en el que Podemos parecía perder fuelle como opción creíble de la “convención democracia”. La puesta en práctica de la idea ha sido, no obstante, mucho más modesta. El agotamiento provocado por el acceso a los ayuntamientos, la propia guerra interna en Podemos, los errores iniciales de la plataforma, han impedido construir los mimbres para que Ahora en Común se presente como una plataforma ciudadana suficiente, creíble e independiente de los partidos.

Por supuesto, ni IU ni Podemos, más allá de las iniciativas generosas de muchos de sus militantes, han contribuido gran cosa. Dejando a un lado la posición de la dirección de Podemos, casi siempre hostil, la actual participación de IU en el proceso no está siendo mucho mejor. En muchos lugares, Ahora en Común se ha convertido de hecho en el ágora en el que se despachan las diferencias entre las distintas familias de IU: los no confluyentes y los confluyentes. Pero incluso estos últimos tampoco están haciendo una gran contribución.

El patetismo –en el sentido original del término– de Garzón, su “gran angustia” o “padecimiento” ante el agotamiento del reloj electoral se ha expresado en estos días en una serie de declaraciones a cada cual más inoportuna. Como aquella de que estaría dispuesto a presentarse a las primarias a la presidencia en Ahora en Común, cuando ni siquiera el proceso de primarias está ratificado por las asambleas territoriales. O todavía mejor, esta otra de que “Ahora en Común puede llegar a competir con Podemos”, cuando “Ahora en Común” sólo tiene sentido en el marco de una candidatura única. Involuntaria o conscientemente, estamos ante una clásica operación de apropiación. Cada vez más Garzón-IU aparece como representante de Ahora en Común, en la misma línea que ya llevara a IU en las municipales a hacerse con la marca “Ganemos” con resultados, en su mayoría, desastrosos para las posibilidades de cambio de gobierno.

Desde 2011, la oleada desatada por el 15M ha mostrado golpe a golpe, que toda sociedad es capaz de resolver los problemas que se plantea. El nuestro ahora es el bloqueo que parece dirimirse entre aquellos que yendo solos no conseguirían nada (IU) y aquellos a los que sólo les queda el rédito de sus primeros aciertos (la dirección de Podemos): un juego de resultados previsibles. Si como ha dicho alguno, la nuestra es una política del milagro (de los acontecimientos imprevistos) sobra decir, que hoy por hoy, necesitamos uno y bien grande.