Lo bueno de las noches electorales es que siempre ganan todos. Pase lo que pase, hay poca autocrítica. De dimisiones, ya no hablamos. Ahí tienen a Carlos Iturgaiz en Euskadi, que tras el fracaso de su candidatura conjunta con Ciudadanos, en lugar de irse por donde vino, se declara dispuesto a liderar el futuro de los populares vascos en el próximo congreso regional. Si el presente le ha dado la espalda por caduco, lo venidero no será mejor. Cualquier situación es susceptible de empeorar para la derecha en las Comunidades históricas a excepción de Galicia, donde Feijóo ha demostrado que es una marca en sí mismo sin necesidad de logos ni siglas. De ahí el varapalo al maltrecho liderazgo de Pablo Casado, a quien buena parte del sector empresarial y el pulmón crítico de su partido, dan por amortizado en cuanto se vuelva a estrellar en Catalunya.
Tampoco ha sido muy distinta la reacción del líder de Podemos a la Xunta, Antón Gómez Reino, que se ha descolgado con que “los resultados son malos para España y para Galicia”. Y eso que los morados han sido borrados del mapa gallego a la vez que han perdido la mitad de sus diputados en Euskadi. Y, sí, Pablo Iglesias, ha escrito que su marca ha sufrido “una derrota sin paliativos” y que le toca hacer autocrítica“. Nunca tuvieron tanto poder como el que acumularon con su entrada en el Gobierno de España y nunca registraron menos votos. Pero, el análisis se ha quedado en que su lenta pero progresiva caída desde 2015 que irrumpieron en la escena nacional se debe a la ausencia de partido y a que el BNG y Bildu han estrechado su margen en la izquierda al sustituir los discursos identitarios por los socioeconómicos.
El poder de Pablo Iglesias en Madrid se ha convertido en su mayor fortaleza pero también en su mayor debilidad. El partido carece de órganos de deliberación sobre la estrategia dictada por una estructura cada vez más verticalizada, en la que todo lo decide a la postre el secretario general. La contundencia de los datos exige, según reconocen algunas voces, un triple ejercicio de “verdad, justicia y reparación”. La primera es el reconocimiento del fracaso, que ya está hecho. Queda aún que Iglesias decida cómo piensa afrontar la reconstrucción y si está dispuesto a que el futuro de una formación que cambió el curso de la política española se agote con su paso y el de Irene Montero por el Gobierno.
Si es así, a Podemos le espera la misma suerte que a Ciudadanos, una marca ya sin recorrido y en liquidación, en la que unos acabarán en Vox y otros, en la derecha tradicional, pese al denodado esfuerzo de Arrimadas por recuperar la centralidad. Demasiado tarde y demasiado destrozo el que provocó el ego de un Rivera, cegado por las encuestas y por los medios y las plumas amigas.
¿La nueva política, la que zarandeó en las urnas al viejo bipartidismo ha llegado entonces al final de su recorrido? Esa es la gran pregunta: si todo cambió en 2014 para volver al punto de partida. A un mapa con PSOE y PP como únicos partidos nacionales y dependientes de los nacionalismos para poder gobernar.
Si fuera así, mientras VOX siga en el 15 por ciento en intención de voto la derecha no podría volver a gobernar después de desplegar durante un años una estrategia de demonización de los nacionalismos y negarles hasta la interlocución política. En Génova, sin embargo, han encontrado en el tándem Iglesias-Sánchez un bálsamo con el que sanar su hemorragia de votos en Euskadi, al tiempo que han convertido la victoria de Feijóo en una especie de alianza indestructible del gallego con Casado, como si no supiéramos lo que el uno piensa del otro y el otro teme del uno.
En la misma línea de negación, el PSOE de Sánchez ha echado balones fuera y se ha defendido diciendo que los comicios eran autonómicos y por tanto no caben lecturas nacionales. Eso sí acto seguido se ha dedicado a hablar del fracaso de la estrategia de Casado. Ni los socialistas gallegos, que han sido sorpassados por el BNG, se han dado por aludidos. Gonzalo Caballero se ha conjurado para seguir como secretario general, pese a la humillación del nacionalismo gallego. Otro más que se enroca para negar la evidencia y no asumir la responsabilidad que antaño se le exigía en política al que no cumplía con la expectativa.
Dimitir es un verbo que ha dejado de conjugarse en política. Y eso que antaño, y por mucho menos, otros se iban sin remolonear. Hace no tanto tiempo un secretario general del PSOE llamado Joaquín Almunia tomó las de Villadiego por estrellarse en generales. Otro, Alfredo Pérez Rubalcaba, se marchó a su casa por el adverso resultado obtenido en unas europeas. Y a un tercero, Pedro Sánchez, ante la debacle de unas autonómicas vascas y gallegas, los suyos le mostraron la puerta de salida. Hasta Rivera, que aún hace sus incursiones de cuando en cuando en las redes sociales y no se termina de marchar de la escena, se fue tras el clamoroso hundimiento de su marca.
Pues nada, aquí, tras el 12-J, lo que se estila es leer los datos del contrario en defensa propia y atornillarse a la silla. También los de la nueva -que ya es añeja- política. Y eso que los únicos que tienen algo que celebrar son Feijóo, Urkullu y Otegi. Seguimos para bingo...