El verano pasado, una mariposa de la col puso huevos en una rúcula de mi huerto. En poco tiempo la planta se llenó de orugas verdes, bien camufladas contra el fondo verde de las hojas. Yo ya tenía otras rúculas a cierta distancia de esta, que me darían suficientes hojas para hacer ensaladas, y no quería echar insecticida, así que dejé en paz a las orugas. Pronto de las hojas de la rúcula no quedó nada. Privadas de alimento y no preparadas todavía para comenzar la siguiente etapa de su ciclo vital, todas las orugas se murieron de hambre.
Acababa yo de presenciar en un microcosmos algo que hacía mucho tiempo acepto intelectualmente: la evolución es un proceso natural impersonal al que no le importa el bienestar de las criaturas individuales que produce. A veces me pregunto, ¿cómo pueden los teístas reconciliar el mundo que observan con la creencia de que ha sido creado por un ser omnisciente (que entonces sabía que todo esto pasaría) y al mismo tiempo bueno y digno de adoración?
La explicación tradicional que dan los cristianos del sufrimiento humano dice que es resultado del pecado original de Adán, que supuestamente todos hemos heredado. Pero las orugas no descienden de Adán. La solución de Descartes al problema fue negar que los animales sean capaces de sentir dolor. Pero tratándose de perros o caballos, pocas personas aceptarían la opinión de Descartes (incluso entre sus contemporáneos). Hoy, las investigaciones científicas de la anatomía, fisiología y conducta de mamíferos y aves proveen evidencia contraria. Pero ¿podemos al menos esperar que las orugas no sientan dolor?
La descripción científica tradicional de los insectos dice que no tienen un sistema nervioso central, sino ganglios independientes encargados del control de diferentes segmentos del cuerpo, de modo que mal podría imaginarse que los insectos pudieran ser conscientes.
Pero un artículo reciente publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences rechaza este modelo. Dos investigadores de la Universidad Macquarie (Andrew Barron, especialista en ciencia cognitiva, y Colin Klein, filósofo) aseguran que la experiencia subjetiva puede estar más difundida en el reino animal (y ser más antigua en términos evolutivos) de lo que creemos.
La experiencia subjetiva es la forma más básica de consciencia. Que un ente sea capaz de tener experiencias subjetivas quiere decir que hay algo así como ser ese ente, y ese “algo” puede incluir el tener experiencias placenteras o dolorosas. Por el contrario, aunque un auto sin conductor tenga detectores capaces de percibir obstáculos y sea capaz de actuar para no chocárselos, no hay algo que pueda ser descrito como “ser” ese auto.
En los seres humanos, la experiencia subjetiva es diferenciable de los niveles superiores de consciencia (como la consciencia de sí mismo), que dependen del funcionamiento del córtex. La experiencia subjetiva involucra en cambio al mesencéfalo (cerebro medio), y puede continuar incluso después de un daño generalizado al córtex.
Los insectos tienen un ganglio central que, lo mismo que el mesencéfalo de los mamíferos, participa en el procesamiento de la información sensorial, la elección de objetivos y la dirección de la acción. Tal vez también provea capacidad para la experiencia subjetiva.
Los insectos son una categoría de seres muy grande y diversa. Las abejas tienen alrededor de un millón de neuronas. No son muchas en comparación con los 20 000 millones, más o menos, de los seres humanos (por no hablar de los 37 000 millones que según un descubrimiento reciente hay en el neocórtex de la ballena piloto). Pero son suficientes para ejecutar y decodificar la famosa “danza del meneo” con que se transmiten información acerca de la dirección y la distancia hacia flores, agua o lugares aptos para una colmena. Las orugas, hasta donde sabemos, no tienen esas capacidades. Pero aun así, pueden ser suficientemente conscientes para sufrir mientras se mueren de hambre.
¿Y las plantas? Es una pregunta que suele aparecer cuando propongo que deberíamos dejar de comer animales porque son capaces de sentir dolor. Se habla todo el tiempo de las capacidades notables de las plantas, pero hasta ahora no ha sido posible reproducir en condiciones experimentales adecuadas ninguna de las observaciones que nos obligarían a aceptar que tengan experiencias subjetivas. Barron y Klein dicen que las plantas no tienen estructuras que hagan posible la consciencia. Lo mismo vale para animales simples como las medusas o los nematodos; por otra parte, los crustáceos y las arañas, lo mismo que los insectos, sí tienen esas estructuras.
Si los insectos tienen experiencias subjetivas, hay en el mundo mucha más consciencia de la que pensábamos, porque, según un cálculo de la Smithsonian Institution, en cualquier momento dado hay unos diez trillones (10 000 000 000 000 000 000) de insectos individuales vivos.
Lo que pensemos al respecto depende de cómo nos imaginemos que puedan ser sus experiencias subjetivas, y aquí la comparación de estructuras no nos dirá mucho. Tal vez las orugas obtuvieron tanto placer del festín que se hicieron con mi rúcula que sus vidas fueron dignas de vivirse, a pesar de la muerte miserable que siguió.
Pero lo opuesto es al menos igual de probable. Tratándose de especies tan prolíficas, muchas de las crías comenzarán a morirse de hambre desde el momento en que eclosionan.
En Occidente nos causan gracia los monjes jainistas que barren el piso delante de ellos para no pisar a las hormigas. Pero deberíamos en cambio admirarlos por llevar la compasión hasta su conclusión lógica.
No quiere decir que debamos iniciar una campaña por los derechos de los insectos. Todavía nos faltaría para ello conocer más sobre sus experiencias subjetivas; y en cualquier caso, el mundo no está ni por asomo preparado para tomarse en serio una campaña así. Primero tenemos que terminar de extender el campo de aquello que tenemos en consideración seria, para incluir en él los intereses de los animales vertebrados, de cuya capacidad para sufrir no tenemos tantas dudas.
Traducción: Esteban Flamini