Hay algo perverso en el actual debate en España sobre la reforma de la Constitución: el Partido Popular y el actual Gobierno pretenden que, si acaso, se pacte previamente no ya las cuestiones a reformar sino su contenido, y si no hay tal acuerdo previo, no meterse en el ejercicio. Es decir, que el consenso sea un punto de partida, y no, como debe ser, un punto de llegada, una búsqueda. Con esta mentalidad nunca se hubiera conseguido la Constitución de 1978.
Naturalmente, ello no significa que las partes, los partidos y movimientos sociales, entren a ciegas en el proceso. Cada cual debe tener las ideas claras, pero abiertas a cierta flexibilidad que resultará imprescindible para llegar al final al consenso.
Reformar la Constitución no es lo mismo que cambiar la Constitución y menos aún que cambiar de Constitución. Pero en cierto modo, si es ambiciosa, y no se limita a retoques, la reforma marcará un momento, incluso un proyecto constituyente que acabe, entonces sí, en un consenso lo más amplio posible en el Parlamento y en un referéndum en el conjunto de España.
Son cada vez más numerosas las voces que claman por una reforma a fondo de la Constitución, no meros retoques. Incluso desde el PP, como lo ha señalado públicamente en diversas ocasiones el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García Margallo, para el cual la Constitución está agotada. Mucha gente concuerda en que esta Constitución necesita como poco un remozamiento. Y un referéndum que le otorgue una nueva legitimidad a los ojos de tantos que no tenía edad para votar en 1978. Pero hay resistencias y no hay siquiera acuerdo con la oposición sobre los temas a tocar.
El PSOE plantea abrir el debate en junio, después de las elecciones europeas. ¿Se moverá el Gobierno y el Partido Popular? De momento la respuesta es directamente negativa. ¿Hasta cuándo? Los conservadores, en el pleno sentido del término, temen que si se inicia el proceso se abra una caja de Pandora en un país que nunca ha sabido reformar sus constituciones, sino que siempre que lo ha intentado –más allá de retoques, algunos de importancia– ha fracasado y ha tenido que cambiar de constitución cuando no de régimen. Pero no ser capaces de reformar puede llevar a la ruptura, con consecuencias imprevisibles.
¿Qué hay que reformar? Como poco la Corona (la sucesión), la cuestión catalana –en esta reconstrucción ha de incorporar a una mayoría clara de catalanes– y el Estado de las Autonomías, incluyendo el Senado que todo el mundo desde hace años de acuerdo no vale para nada, el sistema electoral (suprimir la provincia como circunscripción electoral en las generales para permitir un sistema, por ejemplo como el alemán), el engarce institucional con la nueva realidad que supone y supondrá cada vez más la Unión Europea, entre los cambios absolutamente necesarios.
El presidente del Gobierno ha declarado misteriosamente en dos ocasiones que la reforma constitucional vendrá de Europa. Es verdad que ya está cambiando el sistema europeo, y no siempre en la buena dirección con lo que una prioridad después de las elecciones europeas –ese debería haber sido tema de campaña pero también se prefiere esconderlo- será corregir el agravamiento del déficit democrático, lo que pasa no sólo por reforzar la democracia en la UE, sino en los Estados miembros. El cambio en la UE forzará a cambios en España, pero no esperemos que Europa nos saque las castañas del fuego para resolver “nuestros problemas”.
Si algo nos ha enseñado la vida europea es que los consensos en la UE no consisten meramente en ponerse de acuerdo, sino que a menudo esos acuerdos son fruto, más que de la coincidencia, del cruce de intereses. Más que capacidad de consenso lo que domina es la capacidad de compromiso, de aceptar el punto de vista del otro. Y también debería ser así en España: ser capaces todos de ceder un poco para alcanzar un acuerdo. El consenso no debe ser condición, sino construcción y resultado. Pues al cabo tiene que ser no sólo un consenso entre políticos, sino de la sociedad. Una renovación del contrato social.