En el año 2013, en su informe “Global and regional estimates of violence against women: prevalence and health effects of intimate partner violence and non-partner sexual violence”, la Organización Mundial de la Salud calificó la violencia contra las mujeres de “auténtica pandemia”; un problema de salud pública que teníamos que encarar seriamente a nivel mundial y que no se limitaba únicamente a la violencia que sobre las mujeres ejercían sus parejas o exparejas.
Un año más tarde, en su encuesta sobre la violencia contra las mujeres en la Unión Europea, la FRA (European Union Agency for Fundamental Rights) hacía públicos unos datos espeluznantes: 13 millones de mujeres con edades de entre 18-74 años habían experimentado violencia física durante los 12 meses previos a la encuesta; 3,7 millones habían sufrido violencia sexual; una de cada 20 mujeres había sido violada desde los 15 años de edad; el 18% de las mujeres de la UE habían sido objeto de acoso a partir de los 15 años de edad; y el 12% de las encuestadas habían padecido alguna forma de agresión o incidente sexual por parte de un adulto antes de los 15 años de edad, lo que equivaldría a 21 millones de mujeres en la Unión Europea.
En nuestro país, la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer de 2015, reforzaba claramente estos datos, y ese mismo año salió a la luz un informe de Amnistía Internacional que no dejaba lugar a dudas. En ese informe, Amnistía mostraba, entre otras cosas, una especial preocupación por la violencia sexual que sufrían las niñas en España, fundamentalmente, a causa de la ausencia de un marco normativo y de un plan de acción contra todas las formas de violencia sexual cometidas contra menores de edad. Y, bueno, a estas evidencias se unieron, finalmente, las Observaciones de la CEDAW y sus recomendaciones a España (2015) que resultaron ser, simplemente, demoledoras. Hoy, el informe de seguimiento de la CEDAW sigue señalando carencias y deficiencias graves en la lucha por erradicar esta masiva violación de derechos humanos, muestra de lo cual son los 62 feminicidios y otros asesinatos de mujeres que se han registrado hasta el 16 de julio de este año.
Por fortuna, en estos días, la subcomisión sobre un Pacto de estado contra la violencia de género, que discute esta situación en el Congreso, ha logrado alcanzar acuerdos muy importantes que hay que subrayar y poner en valor.
Está claro que la Ley de violencia de género ha supuesto un paso de gran relevancia en la defensa y protección de las mujeres en esta país, aunque, lógicamente, 13 años después de su entrada en vigor, no debe ser ya la panacea y, de hecho, la valoración que podemos hacer hoy de su aplicación práctica no puede ser totalmente positiva.
La aplicación de la Ley se ha topado en estos años con recortes brutales en programas de concienciación, prevención, protección y ayuda; con trabas en la asistencia letrada a las mujeres; con turnos judiciales infradotados y desiguales en función de la residencia de la víctima; con la falta de especialización y de formación del personal de justicia; y con un sistema probatorio dantesco en el que las mujeres han debido demostrar no sólo que han sufrido una agresión sino que tal agresión es el fruto de una dominación machista y reiterada. De hecho, nuestro problema no fue nunca el de las denuncias falsas de la popular mitología machista sino más bien el hecho que se ha denunciado poco, que cada vez hay más renuncia a las denuncias, y que, cuando se ha denunciado, ni las víctimas, ni sus hijos/as, han recibido suficiente protección.
De manera que, en este contexto, el acuerdo alcanzado en la subcomisión, ha de verse como un avance indudable dado que ensancha notablemente el espectro de protección, ampliando la condición de víctima a las mujeres que todavía no han interpuesto denuncia penal; desarrolla protocolos de detección de víctimas de violencia machista en urgencias y atención primaria; crea Unidades de Apoyo; aspira a mantener los servicios locales de atención frente a la usurpación que ha supuesto la ley Montoro; refuerza la seguridad; y protege expresamente a los huérfanos y huérfanas, hijos e hijas, de las víctimas, señalando la experiencia victimizante que también ellos y ellas sufren.
Se suspende, por fin, el régimen de visitas a los maltratadores y se ampara a los y las menores impidiendo que acudan a la cárcel a ver a sus progenitores, porque un maltratador no puede ser un buen padre y porque no puede desvincularse la violencia machista y el ejercicio de la paternidad. También se articulan medidas para evitar la aplicación del odioso Síndrome de Alienación Parental cuya consecuencia más grave ha sido la falta de investigación pronta y efectiva de presuntos abusos sexuales a menores.
Sin embargo, el viernes, cuando sea discutido este dictamen en la Comisión de Igualdad del Congreso, no faltarán razonados votos particulares.
La objeción principal será que se ha obviado, en buena parte, el Convenio de Estambul que España ratificó en 2014, en el que se considera violencia contra la mujer la que implique daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual, psicológica o económica, y no solo la ejercida por la pareja y/o expareja, y que obliga a darle a todas estas violencias el mismo trato.
Las violencias ahora excluidas se regirán por las leyes específicas e integrales que se dicten al efecto en el futuro, sin soslayar las medidas preventivas o punitivas que sean necesarias. Pero lo cierto es que se echa en falta una visión integral de estas violencias machistas, que es la única que se corresponde con la perspectiva estructural que defendemos muchas feministas. Una perspectiva que desacredite esos tres mitos clásicos que funcionan continuamente en este ámbito: el mito de la marginalidad, según el cual la violencia machista no es un problema social sino algo excepcional; el mito sobre los maltratadores, que entiende que el maltratador es un hombre concreto y patologizado al que hay que exonerar de responsabilidad; y el mito sobre las mujeres maltratadas, que desplaza la responsabilidad de ellos a ellas y las culpabiliza por lo que les sucede, bien sea porque su personalidad constituye un “polo de atracción de la violencia”, bien porque son ellas las que la consienten.
En el dictamen se echa de menos, además, una ampliación aún mayor de las formas de acreditación de violencias machistas, en línea con la ley catalana, por ejemplo, o un calendario de medidas que sea creíble y que se relacione directamente con su dotación presupuestaria; medidas que se materialicen en partidas de gasto concretas y diferenciadas a las que pueda darse un eficaz seguimiento.
Con todo, la valoración de este dictamen ha de ser positiva aunque se entiende que sea mayoritaria su consideración como acuerdo de mínimos, más que como Pacto de Estado, y que algunos partidos propongan la necesidad de seguir trabajando sea en líneas divergentes o convergentes.